sábado, 18 de septiembre de 2010

Libertad? Igualdad? Fraternidad?

Está claro, por la boca muere el pez.

Y este es el caso de nuestros vecinos franceses, y sobretodo de su presidente Nicolás Sarkozy. Es increíble que en la Europa post-modernista en la que vivamos ahora siga teniendo los mismos tópicos, miedos y temores que la Europa baja medieval. Aunque lo verdaderamente grave del asunto no es que Sarkozy y sus amiguetes de índole nacionalista (conocidos aquí como "fachas" (del término fascista)) hayan propuesto la expulsión de los gitanos rumanos de su país, lo verdademente serio del asunto es que Europa no se haya escandalizado y haya enviado literalmente a la mierda a Sarkozy, por intolerante e in solidario. Los presidentes de los respectivos gobiernos no se han mojado, e incluso gente de escasa capacidad cerebral como la candidata a las elecciones autonómicas catalanas, Alicia Sánchez-Camacho (Partido Popular), aprovechen esta ocasión para autonombrarse paladines de la raza pura y exaltar más el ambiente.

Vivimos en el siglo XXI, y os puedo asegurar (como estudiante de Historia) que esto es la misma basura que encontramos en el siglo X. Europa no es capaz de mojarse, y si no te mojas eres un cobarde, o eso era la ley del barrio. La realidad es que vivimos en un mundo de cobardes que no ven más allá de sus narices y su interés. Los rumanos gitanos de Francia, como los de España y otros países de la Unión lo que necesitan son los medios suficientes para poder fratenizarse con los demás, pero en cambio sufren el acoso y oprobio de todos.

Total, como dice el lema Francés: Libertad, Igualdad y Fraternidad.

domingo, 12 de septiembre de 2010

Me cago en mis viejos III

Como viene siendo costumbre en Agosto el diario El país ha continuado publicando la obra escrita de Carlos Cay, Me cago en mis viejos.

Si queréis leer las anteriores echar un vistazo a mi blog.


-Me cago en mis viejos ( Parte una / Parte dos)

-Me cago en mis viejos II


La historia es escrita por Carlos Cay, los dibujos por Eduardo Estrada.




ME CAGO EN MIS VIEJOS III



1
Llega septiembre, he aquí su retrato: el hombre invisible, al cole; mi hermana, al curro; yo, a las putas tareas del hogar. Los días pasan de un modo nuevo, yo jamás los había visto pasar de esa manera, créetelo, rulan como un peta infinito, así que vivo anestesiado, adormecido, insensible... Me levanto, preparo los desayunos, acompaño a mi sobrino al colegio, hago la compra, arreglo la casa..., todo en plan máquina. Gracias a esa robotización mental, dejan de agobiarme las preguntas relacionadas con el futuro. Y, ahora que lo pienso, también las relacionadas con el presente. Y con el pasado. Me la trae floja todo. A veces llamo martes a los miércoles y jueves a los viernes porque no distingo los unos de los otros. Solo los sábados y los domingos parecen aún jodidos sábados y jodidos domingos, no se apean ni a tiros de esa categoría mental. Incombustibles, feroces, inhumanos, los sábados y los domingos poseen una resistencia al óxido que te cagas. Los meses son muy suyos también; tienen los bordes afilados, de modo que no puedes pasar de uno a otro sin herirte.
Los peces, ¡cágate!, siguen vivos. El hombre invisible les cambia el agua cada día y deja caer sobre ella unas "lágrimas" (así llama él a las gotas) de anticloro. Lo del anticloro nos raya un poco, porque sabemos que la diferencia entre echarlo o no echarlo es la que va de la vida a la muerte. En la cama, con la luz apagada, jugamos a enumerar razones por las que un día dejaríamos de ponérselo: por pereza, porque nos hemos olvidado de comprarlo, porque en el fondo queremos acabar con los bichos, porque nos equivocamos de frasco, porque nos morimos... El hombre invisible se pasa el día inventando nuevas razones. Se le ocurren tantas que al final parece un milagro que continúen vivos. El chaval se preocupa sobre todo por el pez que lleva mi nombre, mientras que yo finjo inquietarme especialmente por el que lleva el suyo. Me mola cero ese paralelismo entre los animales y nosotros, pero el crío se lo pasa bien y a mí, como ya he dicho, el discurrir de los días me insensibiliza. Me aturde. Me aletarga. Firmaba por estar así el resto de mi vida.


2
Pero un día suena el móvil y es mi viejo, que me invita a comer. Que dónde, digo, que donde tú quieras, dice él, que donde prefieras tú, digo yo, y así un par de minutos. Ninguno de los dos tiene idea de dónde quedar, la falta de costumbre. La falta de costumbre y que la invitación apesta. Nos encontramos por fin en una hamburguesería llena de extraterrestres que curran en las oficinas de los alrededores, y a los postres me suelta que tengo que dejar la casa de mi hermana. ¿Y por qué no me lo dice ella?, digo yo. Porque le da apuro, dice él. ¿Y a qué viene esto ahora?, pregunto yo. Cree que no eres una buena influencia para el niño, dice él juntando las miguitas de pan en un recuadro del mantel, como el que recoge un rebaño de ovejas. Me mosquea cantidad que no me ofrezca la posibilidad de volver a su casa. Además, da a entender, o eso me parece, que he hecho algo raro que tiene cabreada a toda la familia. Nos despedimos como dos parientes lejanos.
Llego a casa de mi hermana y digo que he pensado en irme. ¿Adónde?, dice ella haciéndose de nuevas. No sé, digo, ya me buscaré la vida. El hombre invisible asiste acojonado a la conversación. Dice que si se puede venir conmigo. Le digo que no, claro, y se va echando el moco al dormitorio. Me quedo en el salón viendo la tele. ¿Cuándo?, dice la zorra de mi hermana. ¿Cuándo qué?, digo yo. ¿Cuándo te vas?, dice ella. Si quieres, ahora mismo, digo yo haciendo intención de levantarme. Entonces se echa a llorar ella también. Y dice que lo siente, pero que tengo que comprender que ése no es plan para toda la vida.
Cuando llego al dormitorio, el hombre invisible se ha metido en la piltra, de cara a la pared. ¿Estás despierto?, digo. ¿Y a ti que te importa?, dice él. Mira, chico, le digo, las cosas son así, si uno se tiene que abrir, se tiene que abrir, lo comprenderás cuando te toque a ti. Entonces se da la vuelta, me mira con los ojos hinchados y dice que qué pasa con los peces, porque él no los quiere. Mejor dicho, añade, no quiero el que se llama como tú, así que te lo llevas y cada uno se queda con el suyo. Le miro como perdonándole la vida, le digo que vale y me meto en el sobre.

3
Octubre ya. Tengo pasta. Acabo de cobrar lo de EL PAÍS de agosto y el anticipo de Marlow, la editorial que publicó Me cago en mis viejos y a la que he conseguido vender también la segunda parte. Si me alimento de basura y me empotro en una habitación barata, puedo resistir bastante tiempo sin dar golpe. Dicho y hecho. Ahora soy ese gilipollas que saca la ropa de una bolsa de deportes y la mete en el agujero que la dueña de la pensión ha llamado armario. La pieza tiene el tamaño del chabolo de un condenado a muerte y un ventanuco que da a un respiradero con aspiraciones a patio interior. La patrona es una mujer de la edad de mi hermana que alquila "habitaciones para estudiantes", aunque solo tiene dos, la mía y la de al lado, donde vive una chica dominicana que tampoco estudia (curra de asistenta, por horas). El piso está en Montera, a dos pasos de Gran Vía, lo que mola después de haber vivido en la periferia toda la puta vida. Cuando acabo de colocar la ropa, abro el ventanuco para ventilar y veo caer, golpeándose contra las paredes, un bebé desnudo. Tras escuchar, acojonado, el golpe del cráneo contra el suelo, asomo la cabeza y me parece distinguir al fondo una muñeca rota.
También yo estoy roto. No sé si me he fugado de la familia o me han tirado ellos por la ventana haciéndome creer que el que se arrojaba era yo. Además, si me he abierto de un sitio debería haber aterrizado en otro, pero este chabolo parece un antisitio. Noto en la boca del estómago el bulto del pánico, que es duro como una bola de hierro, aunque está hecho de nada.
Sentado sobre el borde del camastro, observo al pez (al antipez, más bien) dando vueltas dentro de su nueva bola de cristal, viviendo una antivida de cojones. Pero él tiene a alguien que le cambia el agua (el antiagua, si pensamos que necesita unas gotas de anticloro), y que deja caer sobre su cabeza, como un maná, esa basura de comida en escamas, esa anticomida que huele a sobaco. Y entonces descubro que el pez de los cojones no es el mío, sino el del hombre invisible, que debió de dar el cambiazo a mis espaldas. Puto crío, qué manía con que me ocupe de él.

4
Las paredes del chabolo en el que he venido a caer están forradas con un papel de motivos tropicales que recuerda al que colocan en las paredes del fondo de los terrarios, para crear ambiente. Soy un sapo en cautividad. La cama es un estrecho somier de hierro que durante el día puede plegarse sobre la pared gracias a unas bisagras de hierro oxidadas. Pero las patas, muy finas, no se articulan, así que tienes que andar con ojo para no sacarte un ídem con ellas. Cuando pregunté a la dueña si podía meter una mesa y una silla pequeñas, para el portátil, ella misma me facilitó un tablero minúsculo, montado sobre el pie de una antigua máquina de coser. En vez de silla, tengo una banqueta de cocina en la que me cabe medio culo. Cada cuarto de hora cambio de nalga porque una de las dos acaba durmiéndose. Ando siempre con una nalga anestesiada. La dueña de la ratonera me pregunta si escribo y voy a decir que no, pero me sale un sí porque no chano bien, estoy medio tarado. Yo estuve casada con un escritor fracasado, dice ella. La escritura y el matrimonio son consustanciales al fracaso, me oigo decir. Juro que pronuncio "consustanciales" con naturalidad, pero ella me mira como si fuera un pijo de mierda y se abre.
Al rato, estoy tumbado en mi camastro, intentando encontrar caretos de gente conocida en el papel de la pared, cuando oigo unos roces procedentes del tubo de ventilación. Ratas trepadoras, pienso acojonado. Me levanto, abro el ventanuco y observo pasar en sentido ascendente, prendida a un anzuelo, la muñeca que el día anterior he visto precipitarse en sentido descendente. Asomo la cabeza, miro hacia arriba, y descubro a una tía que desde el ventanuco del quinto (yo vivo en el cuarto) tira, como el que pesca, de un cordel en cuyo extremo baila la muñeca rota. Solo distingo la cabeza de la mujer, que, al sonreírme, deja ver el agujero negro que tiene detrás de los labios (en todas las bocas debería haber una luz, como la de las neveras, que se encendiera al abrirlas). Luego me lanza un escupitajo, también negro, que esquivo gracias a un movimiento reflejo que casi me hace perder una oreja contra el borde del ventanuco.


5
Por las mañanas, para calmar la conciencia, salgo a buscar curro, o hago como que. Entro en los restaurantes y pregunto de malos modos (para caer mal) si necesitan un ayudante de cocina. Siempre dicen que no, aunque sea que sí. Camino cuatro o cinco horas, sin parar, como un sonso, para agotarme, para no pensar, aunque mi puta cabeza no hace otra puta cosa que dar vueltas, ¿a qué?, a mi puta vida. Al mediodía, en un kebab que hay junto a Callao, tapiño una pelota de grasa oscura y subo al chabolo, no te lo pierdas, a escribir. Soy un puto escritor, sí, ¿qué pasa?
Como ni pertenezco a nadie ni nadie me pertenece, acabo imaginando que soy invisible. Y ahí es donde se me ocurre la historia de un crío de la edad de mi sobrino que un día, al regresar del cole, comienza de repente a desmaterializarse. Al principio cree que le ha sentado mal la merienda y acelera el paso para llegar a casa cuanto antes y potar en el retrete. Pero en cuatro o cinco pasos más la desmaterialización se completa y resulta que se ha vuelto invisible, y no solo invisible sino permeable, porque los cuerpos de los demás transeúntes traspasan el suyo como si estuviera hecho de aire. Por resumir, que no acabamos: el crío invisible se desmaya del susto y todo el mundo pasa por encima de él hasta que vuelve en sí y busca refugio en un portal intentando entender lo que le ocurre. Al rato, sin comerlo ni beberlo, su cuerpo se vuelve a materializar del mismo modo casual en que se desmaterializó. Llega a casa hecho polvo, sin tener muy claro si la cosa ha sucedido de verdad o se la ha imaginado, y se pasa el resto de la tarde mirándose en el espejo, palpándose los brazos y las piernas. Pero no les cuenta nada a sus viejos. No le cuenta nada a nadie.
Al día siguiente se vuelve de nuevo invisible, esta vez por la mañana, al ir al cole, y sin nada tampoco que lo anuncie. La experiencia, como el día anterior, dura en torno a un cuarto de hora. Los episodios se repiten, de manera que el crío alterna momentos de visibilidad con momentos de invisibilidad, como el que tiene jaquecas sin saber de dónde coño vienen.


6
Yo, al contrario que el personaje del relato que pretendo escribir, soy invisible todo el tiempo, y para todo el mundo, incluidas las lumis de Montera y de Ballesta, calles que atravieso sin escuchar un ahí te pudras. Para cortarse las venas, si piensas que estas tías se timan con los sujetos más impresentables. ¿Qué pasa conmigo, qué vibraciones de mierda despido para que en los bares vacíos tenga que pedir el café siete veces antes de que me lo sirvan? Cabrones, les da miedo hasta cobrarme. Y a todo esto, el móvil, cadáver total. Ni una puta llamada perdida ni un mensaje, no suena el bicho ni por error. A veces me dan ganas de timbrar a mi vieja para decirle: que tienes un hijo, tía. Pero me corto antes de marcar, como si pedir socorro fuera una rendición.
Y un día, cuando ya estoy a punto de entregarme sin condiciones, porque necesito un médico o un psicólogo o un cura o un brujo, no sé, alguien que me examine el coco y me administre unas pastillas o un caldo de cocido o unos besos (lo digo como lo siento, aunque parezca una mariconada), abro el correo electrónico y me encuentro con un mensaje de mi vieja. Querido hijo, dice, espero que estés bien. Quizá te extrañe nuestro silencio, que no significa que te hayamos olvidado, sino que seguimos disgustados contigo. Papá prefirió no decirte nada el día que comisteis juntos, pero sabemos que eres Carlos Cay casi desde el principio. El primer verano, aunque no nos hizo mucha gracia, la verdad, lo dejamos correr porque se veía que intentabas al menos cambiar algunas cosas para que no se nos reconociera del todo. Pero lo del segundo fue intolerable. Nos ha parecido una mezquindad esa exposición pública de nuestras interioridades, sobre todo a tu hermana, a la que mira cómo agradeciste su hospitalidad. ¿Cómo no iba a separarte de su hijo, sobre quien influías de un modo tan negativo? No te deseamos ningún mal, pero tampoco podemos seguir aparentando que no ha ocurrido nada. Esperamos que recapacites sobre tu actitud, que rectifiques y endereces tu vida. Para ello, puedes contar con nuestra ayuda.
Punto pelota. Así que de repente me he quedado sin viejos, sin familia, como si hubieran tenido un accidente de coche. ¿O soy yo el que se ha estrellado?

7
La orfandad, créetelo, es un temazo, como la invisibilidad. Mientras por el respiradero del chabolo caen y ascienden muñecas enfermas todo el día, pienso en la desaparición de los padres. Soy, a todos los efectos, un huérfano. Recuerdo a mis viejos como si ya estuvieran muertos, aunque el muerto sea yo, recuerdo sus discusiones, sus discos de baladas, sus manías, su olor, sus trajes, sus fines de semana, sus comidas, sus películas, sus álbumes de fotos... Los echo de menos, cágate, como el muñeco de guiñol echa de menos la mano que lo manipula desde las tripas. Soy un muñeco vacío (y roto), tirado en cualquier parte, condenado a ver caer muñecas y lluvia por un tubo que conduce al infierno. Y no hay a la vista ninguna mano con cinco dedos, ni siquiera con tres, capaz de arrancarme de esta mierda.
Es jodido. Para tomar notas en relación con la historia sobre la invisibilidad, me acerco todos los días al colegio del hombre invisible y espero, escondido, a que salga y lo sigo, sin que me vea, hasta su casa. Ha aprendido a ir y venir solo, pero va y viene cagado de miedo. Cuando se cruza con otros críos, o con alguien que lleva un perro, se cambia de acera. Imagino que soy su ángel de la guarda, dispuesto a intervenir en el momento preciso.
Se me ocurre entonces que del mismo modo que hay gente visible capaz de volverse invisible, podría haber personas invisibles capaces de volverse visibles. Recorro las líneas del metro tratando de detectar a estas últimas. Las distingo enseguida porque el cuerpo les viene grande o pequeño, no hay tanta gente con el cuerpo hecho a medida. Algunos pasajeros desaparecen ante mi vista, pues van y vienen de la visibilidad a la invisibilidad como el que se mece en un chinchorro. La vida es un trasiego continuo entre la nada y la desnada. Hay días en los que apenas eres nada y días en los que solo eres desnada. Acabo de oír el ruido del ventanuco de arriba al abrirse (un chirrido de peli de terror). Abro el mío, me coloco al acecho y logro cazar, cuando llega a mi altura, una muñeca, ya ves tú qué deporte. Va en enaguas y está empapada, pues llueve todo el tiempo. Entonces la loca de arriba da un grito acojonante, y la vuelvo a tirar.


8
Por las tardes me pongo al ordenata y trato de sacar adelante la historia del hombre invisible, que está llena de problemas prácticos. Por ejemplo: ¿Por qué, además de volverse invisible él, se vuelve invisible también la ropa que lleva? ¿Podría, en los momentos de invisibilidad, mover objetos materiales con las manos? Necesito toda esa información, y más, pero no tengo ni puta idea de cómo averiguarla ni de qué manera distribuirla luego sobre el papel. Me compro entonces un par de libros acerca de la construcción de los personajes novelescos. Su lectura resulta un coñazo, además de inútil. No me ayuda a resolver nada.
Entretanto, el protagonista de mi historia va consiguiendo dominar, en mi imaginación, las técnicas para hacerse invisible. Me pongo en su lugar, imagino que tengo su edad, su estatura, su situación, su pez de colores, sus miedos. ¿Para qué desearía uno volverse invisible, además de para ver tías desnudas? Para vengarse del mundo. Y para asaltar bancos. Y para comer gratis. Y para dormir donde quisiera. Y para ir a Nueva York cuando le saliera del culo y en el avión que le diera la gana, sin pasaporte ni maleta ni billete, nada. Lo malo, se me ocurre, es que una vez allí, tras recuperar la visibilidad, perdiera uno los poderes y le fuera imposible regresar por falta de documentación y de pasta.
Poco a poco, me convierto yo en el protagonista de la historia, relegando a mi sobrino a un papel secundario. O a ninguno. Tumbado en el camastro del chabolo, imagino que me vuelvo invisible y recorro las casas de los alrededores. Aquí una familia con perro, aquí una con cucarachas, aquí un soltero con una serpiente, aquí un niño con un hámster... Puedo pasar horas y horas dando vueltas dentro de cada una de esas viviendas imaginarias. Brotan solas dentro de mi cabeza. Ahora mismo acabo de entrar en la consulta del ginecólogo del segundo, donde ruedo una peli pornográfica. Lo curioso es que no me excito, o solo me excitó, cómo te lo diría, narrativamente. ¿Será esa frialdad sexual característica de los escritores? La historia avanza mucho en mi sesera, pero cero patatero sobre la pantalla del puto ordenador.


9
Estoy en la barra de Zahara, tomándome un café con leche, cuando el tío de al lado, un pureta de la edad de mi viejo, pregunta si puede invitarme. Lleva, como mi viejo antes de prejubilarse, chaqueta y corbata, además de un traje azul. Todo es idéntico, pero todo es diferente. En mi viejo, la corbata te hacía pensar en alguna forma de fracaso; en este tipo resulta una bandera. En mi viejo, el traje parecía una necesidad; en este nota, un lujo. Ahora que caigo, creo que lo he visto en otros sitios, como si me siguiera. Mis viejos, digo entonces respondiendo a su invitación, me enseñaron que no aceptara caramelos de desconocidos. El tipo se echa a reír. Tú verás, dice, y me ofrece un pito. Tampoco fumo, digo. Haces muy bien, dice él encendiendo el suyo como un actor. Cuando estoy a punto abrirme, dice que si me puede hacer una pregunta. No le digo ni que sí ni que no, pero me quedo ahí, como esperando a que dispare. Trabajo aquí mismo, continúa él, en la esquina con Tres Cruces, mi despacho da a Gran Vía y paso mucho tiempo mirando la calle. Desde la vuelta del verano, te veo todos los días ir de arriba abajo, de un lado a otro, por la mañana, por la tarde... No eres un mendigo ni un poli ni un chapero, no vendes cupones, no estudias, no trabajas, no pasas mierda, tampoco eres un yonqui... ¿Se puede saber a qué te dedicas?
El hecho de que alguien se haya fijado en mí me raya un huevo, pero me consuela dos huevos, mira, no era tan invisible, o solo lo era para las tías en general, y para las putas de Montera o Ballesta en particular, aunque también para los camareros de los bares... Fíjate que no me importaría recibir caramelitos de este man, idea que por otra parte me acojona mazo, claro, vete a saber quién es, lo que busca y por qué me persigue (si lo hace, que tampoco puedo jurarlo). ¿Por qué pasas tanto tiempo asomado a la ventana?, pregunto. Porque me gusta, dice, la calle está llena de gente misteriosa. Yo no soy misterioso, digo. Eso es lo que te crees, dice él, la gente misteriosa no sabe que es misteriosa. Se calla, yo me callo también. Creo que me toca hablar a mí, pero me quedo mudo, como si estuviera ante una tía que me mola, tronco.

10
El tipo y yo seguimos en la barra. Ya sé de qué me suena, es el diablo, lo vi en una peli antigua donde Lucifer se le aparece a alguien para ofrecerle la eterna juventud a cambio de su alma. El diablo busca gente como yo, tipos sin familia, sin amigos, sin perro, sin obligaciones, sin horarios... Lo más probable es que de un momento a otro se ponga a bisnear conmigo. Le regalaría el alma al primer nota que pasara, fíjate el puto aprecio que le tengo. Pero prefiero venderla, claro. Si el diablo me dicta una obra maestra sobre el hombre invisible, sobre cualquier hombre invisible, es suya. La publico en Planeta, vendo millones de ejemplares, me hago rico, como Zafón, y me largo a Los Ángeles. Me raya la idea de tener éxito allí donde fracasa mi viejo, pero también me mola, dos cosas contrarias que pueden suceder al mismo tiempo, como nacer muerto. Suceden más cosas incompatibles de las que creemos. La idea de vender el alma (otro ejemplo) me proporciona a la vez miedo y gusto, a ratos más miedo que gusto y a ratos más gusto que miedo. Lucifer podría concederme también el deseo de ser invisible. O los dos, los dos deseos en uno: ser un escritor genial invisible.
¿Me vas a comprar el alma?, le pregunto. ¿De dónde sacas eso?, dice él. Es que eres idéntico, le digo, al Lucifer de una peli antigua. Al reírse, se le desprende un mechón de pelo que le atraviesa la frente. Otra cosa contradictoria: es joven y viejo a la vez. Ahora mismo podría pasar por un colega maqueado para ir a una boda. Pero luego, cuando mata el cigarrillo en el fondo de la taza, vuelve a ser un pureta. Un pureta de película, no de la vida real. Dice que no, que no es Lucifer, y que no sabe a cuánto están las almas. Pero pon un precio a la tuya, añade, lo mismo me interesa. Entonces me acojono. Había creído que estaba montando un diálogo guapo y el diálogo guapo me lo está dando él. A ver qué le respondo sin que se note que estoy acojonado. Le digo, para parecer un duro, que no tengo alma y él se vuelve a reír, ahora con lástima, como si hablara con un crío de mierda. Luego se levanta y dice: Bueno, a trabajar. Y se abre.

11
Me apunto a un taller literario que descubro en un piso de la calle Hortaleza, a dos pasos de la pensión. A ver si me enseñan el modo de hacer visibles, sobre el papel, las historias invisibles de mi cabeza. El primer día de clase, créetelo, aparece una piba con un ejemplar de Me cago en mis viejos. Es la primera vez que me ocurre algo así y no me lo puedo creer. Me parece el desiderátum, la hostia, lo nunca visto. A lo mejor, me digo, las cosas empiezan a arreglarse. Pero cuando me encuentro en pleno subidón de autoestima, pasa junto a su mesa el profe, descubre el libro y pregunta a la piba que cómo se le ocurre presentarse con aquella basura en un lugar respetable.
Como yo, en mi condición de Carlos Cay, soy invisible, tomo nota de lo que se siente al ver sin ser visto y me cosco enseguida de que la invisibilidad engrasa, como una droga, la maquinaria del discernimiento. Gracias a esa agudización puedo ver lo que ocurre dentro de la cabeza del profe. Y lo que ocurre es que ha encontrado un chivo, el tal Carlos Cay, sobre el que descargar su mala leche literaria. Durante los siguientes minutos marca territorio y emboba a mis colegas, que se parten la caja con las barbaridades que atribuye a Me cago en mis viejos (se lo sabe, por cierto, de memoria). Yo también me río, para disimular, pero tendrías que verme el corazón partío, tío. Al final, sin pedir permiso a la piba, coge el libro y lo arroja a la papelera como el que se desprende de un moco. A toda la basca le parece un profe muy enrollado, muy guay, muy cool, y con muchos contactos, pues asegura que sus "amigos de EL PAÍS" le han revelado que bajo el seudónimo de Carlos Cay se ocultan varios autores, todos cortos de vista.
Regreso a la pensión hecho mierda y me quedo un rato en el salón, viendo la tele junto a la patrona y la chica dominicana, que comparten un canuto de maría, huele toda la casa que te cagas. Cuando me lo rutan, paso del peta, por el recuerdo de las antiguas pálidas. Para aliviarme, me vuelvo imaginariamente invisible, y llego, no sé cómo, a la casa del profe, donde le meto por el culo, uno detrás de otro, los dos volúmenes de Me cago en mis viejos.


12
Son las cinco de la tarde y estoy vigilando, escondido tras unos bugas, la puerta del colegio de mi sobrino, a ver si sale de una puta vez, cuando empiezo a notarme raro de cojones. La cosa empieza en el estómago, con una especie de sensación de agujero que se extiende poco a poco al resto del cuerpo. Deduzco que me ha sentado mal una pizza de carne podrida que me he tomado en un bar de mierda y pienso que si logro potar se me pasará todo. Pero no poto, pese a las arcadas. Entonces, cuando voy a llevarme los dedos a la garganta, me doy cuenta de que no tengo dedos ni mano ni piernas, no tengo nada... ¡¡Joder, que me he vuelto invisible!! Me busco en el reflejo de la ventanilla del carro detrás del que estoy agazapado, y en su espejo retrovisor, y no me veo, ¡¡coño!!, no me veo, y no me veo porque no estoy. Con el susto desaparecen, una cosa por otra, las ganas de potar y el cuerpo se calma.
Completamente invisible, me siento en la acera e intento poner orden en mis neuronas. No fumo nada raro, ni siquiera tabaco, no tomo pastillas, no me he metido ningún hongo alucinógeno... Es verdad que intento escribir una historia sobre un tronco que se vuelve invisible, pero no soy tan sugestionable. Entonces, me digo acojonado, es que se me ha ido la chola. ¿Adónde? Ni puta idea, brother, lo cierto es que todas las cosas que harías si te volvieras invisible, créetelo, desaparecen del coco en el momento mismo de cumplirse el maldito deseo. Lo único que siento ahora es el pánico a no estar, o a estar de este modo. Puedo mover unas piernas que no tengo, unos brazos que no tengo, una lengua que no tengo. Puedo pestañear y hacer muecas con la boca, pero si me llevo las manos invisibles a los labios o a los ojos, traspaso con ellas la cabeza. ¿Por qué me habrá tocado a mí? ¿Qué he hecho yo? ¿Que qué has hecho?, me respondo enseguida, has hecho el gilipollas, el imbécil, el tonto, el bobo, hasta que la has cagado. Y entonces me pongo a llorar unas lágrimas impalpables y entre ellas veo salir del colegio a mi sobrino, pero no me siento con fuerzas para seguirle y me quedo en la acera, hecho un trapo que nadie ve.


13
Recupero la visibilidad un cuarto de hora más tarde, cuando empieza a atacarme la angustia de quedarme así para siempre. A lo primero, como ha quedado dicho, lloro a moco tendido sin que nadie repare en mí (cómo, si no me ven). Mientras lloro, me arrepiento de mi vida, de toda ella, desde el puto instante en el que vine al mundo. Me arrepiento del pez que asesiné en mi infancia, de no haber estudiado, de los disgustos que he dado a mis viejos, de los porros y las birras que me he metido, de las pajas que me hecho, de lo mal que he tratado a mi hermana, del ejemplo de mierda que he dado a mi sobrino, me arrepiento de Dedo, de haberme ido de casa (o de que me hayan echado, no sé), de haber escrito Me cago en mis viejos I y Me cago en mis viejos II. Mientras me arrepiento y lloro, camino por la acera, pues me he levantado para comprobar que soy capaz de hacer todos los movimientos de cuando era visible. Y puedo, aunque me siento extraño, como si tuviera que realizar un esfuerzo especial para no separarme del suelo. Quizá pueda volar, pero me faltan huevos para hacer la prueba. Terminado el repaso de mi vida, me juro que si regreso al mundo de la gente visible, pediré perdón y enderezaré mi existencia, como me decía mi vieja en su correo.
Entonces me empiezo a materializar por los zapatos, que de repente pesan como el hierro. Enseguida aparece el resto del cuerpo, primero como una gelatina temblona; luego, como un volumen opaco. La desmaterialización fue más lenta, o tardé más en percibirla, no sé. Me veo las manos y los brazos al llevármelos delante de los ojos, he dejado de ser una ilusión, he vuelto a la realidad. Tengo la cara llena de mocos y de lágrimas que me limpio con las manos y con la manga de la cazadora (no llevo un puto trozo de papel higiénico en el bolsillo). Noto algunas miradas raras, porque no es normal que alguien que no estaba aparezca en un ¡zas! delante de tus ojos. Pero, ahora que lo pienso, eso nos ha ocurrido a todos alguna vez, aunque solemos atribuirlo a un despiste propio. No voy a clase, necesito calmarme, estar solo, así que bajo al subte y vuelvo al chabolo con el rabo entre las piernas.


14
Estoy en mi chabolo, como un sapo en su terrario, pero un sapo existente, menos mal. Cada poco me toco los brazos y las piernas o voy al cuarto de baño y me miro en el espejo. Por primera vez me mola mazo esta habitación, me molan sus paredes forradas de papel selvático, me mola el puto pez de colores, me mola mi cuerpo... Oigo caer una muñeca por el tubo de ventilación con aspiraciones a patio interior y me parece que todo ha vuelto felizmente a la normalidad, una normalidad de mierda si tú quieres, pero que me pertenece, que es mía porque la he armado yo como se construye una frase. A medida que el miedo se retira, olvido mi arrepentimiento anterior. La puta pizza de carne pasada, razono, me sentó mal, y en medio del mareo, obsesionado por el tema de la invisibilidad, me atacó el delirio de haber desaparecido. Ahora todo está en orden, no volverá a ocurrir, aunque aprovecharé la experiencia para el relato sobre el hombre invisible.
El cague, con todo, permanece. Racionalmente sé que no puedo haberme vuelto invisible, pero irracionalmente sé que me he vuelto invisible (soy un experto en cosas que ocurren y no ocurren a la vez). Para calmar los nervios, doy de comer al pez, hablo un rato con él, enciendo el ordenata, lo apago, lo vuelvo a encender, lo vuelvo a apagar, intento hacerme una paja que no sale ni a tiros... Entonces reparo en el sonido de la tele y me acerco al salón en busca de calor humano, que dicen. La patrona y la dominicana, que se han hecho íntimas, están viendo una peli y compartiendo un porro. Me lo rutan, y digo que no, como siempre. Este no lo necesita, afirma la patrona, como si yo fuera un pirado. Luego, a propósito de algo que sucede en la peli, dice a la dominicana: a mí me fue mal en la vida hasta que dejé de comportarme como si me debieran algo. Pienso que también yo actúo de ese modo. Pero es que a mí sí me deben algo, joder. A mí sí me deben algo, digo en voz alta. ¿Estás seguro?, pregunta la patrona. Más que seguro, digo yo. Entonces, dice ella, estás jodido. ¿Jodido en qué sentido?, pregunto yo. Jodido en el sentido de loco, remata la muy hija de puta.


15
De repente, me acuerdo de Lucifer, el pureta que se me apareció en Zahara proponiéndome que pusiera precio a mi alma. ¡Hostias, tú, a ver si hicimos el trato de cambiar el alma por la invisibilidad sin que yo me enterara! No recuerdo haber firmado ningún papel, solo haberlo imaginado, haberlo deseado incluso, pero con eso no basta, hay que dar un sí, supongo, y yo no se lo di ni de lejos al nota ese de los cojones. La posibilidad de haber vendido el alma sin darme cuenta me desquicia. Estoy en mi chabolo, hazte una idea, rodeado de esa selva tropical de las paredes, con el puto pez dando vueltas a cámara lenta dentro de su bola. Por entre la vegetación de papel pintado veo a ratos caras que me vigilan. Aguzo la vista y descubro, detrás de unas hojas gigantescas, al Lucifer de Zahara. Cuando me acerco a él, desaparece. ¿Pero qué es esto, hostias? ¿Qué me pasa? ¿Qué hago? ¿Voy a Urgencias, llamo a mi vieja para que me recoja, pido un tranquilizante a la patrona? En esto, la vecina de arriba se pone a llamarme a gritos por el patio interior: ¡Chico, chico, asómate! Abro el ventanuco, miro hacia arriba y la muy loca me arroja una muñeca en bragas que me descalabra si no me retiro a tiempo. ¡Lleva cuidado, coño!, digo yo. Pero no lo digo en el tono de quien se queja, sino de quien pide perdón. Es por el acojone. Estoy dispuesto a pedir perdón por lo mío y por lo de los demás con tal de que todo vuelva a ser como antes.
Y no he terminado de pedir perdón, créetelo, cuando siento en el estómago un vacío como de agujero grande. ¡Joder, pienso espantado, aquí esta otra vez la invisibilidad! A punto ya de desmayarme, me siento en el borde de la cama y respiro como un asmático. Las manos no me han desaparecido, tampoco los pies, ni las piernas, me toco la cara y la cabeza, que continúan en su sitio, quizá sea una falsa alarma. El malestar comienza a ceder, cede del todo y aquí sigo, empapado en un sudor que parece un barniz con sal, y estoy muy débil y muy solo y muy flaco y muy chungo y muy abandonado, y soy muy infeliz. Entonces dejo caer la cabeza sobre la almohada como el que la coloca sobre un tronco, para que se la corten con un hacha, y me quedo frito.


16
Es por la tarde. Estoy en la clase del taller literario, pensando aún en el suceso de la invisibilidad. Ahora daría cualquier cosa por vivir de nuevo la experiencia. Lo primero, si volviera a ocurrirme, es mantener la calma para explorar las posibilidades de ese estado. Después, averiguar los resortes para ir del mundo visible al invisible y viceversa. En esto, el profe dice algo que me llama la atención y vuelvo a la realidad. Está hablando de un tipo de narrador que ve todo lo que ocurre en la novela sin ser visto por ninguno de sus personajes. Coge un libro de encima de la mesa y lee las primeras líneas: "Érase un hombre llamado Albinus, que vivía en Berlín, Alemania. Era rico, respetable, feliz. Un día abandonó a su mujer por una amante joven; amó; no fue amado; y su vida acabó en un desastre".
El profe deja de leer. Nos mira como el que está a punto de revelar un secreto. Fijaos, dice, hay alguien que nos cuenta la vida del protagonista de esta historia, llamado Albinus, sin que Albinus escuche su voz, pues ni siquiera conoce su existencia. El narrador y Albinus, continúa el profe, viven los dos dentro del mismo libro, pero no se relacionan, no se hablan, no comen juntos ni en Navidad. ¿Por qué? Porque el narrador es invisible para Albinus.
¡¡Joder, la situación del narrador en la novela se parece a la mía dentro de la vida!! Estoy dentro de la realidad pero al mismo tiempo fuera de ella, vivo en la realidad sin formar parte de su argumento. Me muevo por las calles como por las páginas de un libro de cuyas aventuras no participo. Toda la peña va o viene de algún sitio. Todos pertenecen a algo. Todos forman parte de la historia. Yo no, yo la cuento, a veces ni eso.
El descubrimiento me provoca una especie de pálida como la que precedió al episodio de la invisibilidad. Tengo ganas de potar, así que me levanto sin hacer ruido y me dirijo al cuarto de baño. Cierro la puerta, paso el pestillo, me acerco al lavabo, me apoyo en sus bordes y espero, frente al espejo, a ver qué ocurre. No ocurre nada. Bebo a morro un poco de agua, vuelvo a clase y ocupo mi sitio. Ha entrado Carlos Cay sin que nadie lo vea.


17
Vuelvo a Zahara todos los días, a ver si tropiezo de nuevo con Lucifer y me entero de si le he vendido o no le he vendido el alma, coño. No aparece. Vigilo durante horas también, desde la acera de enfrente, el portal de su oficina. Nada, se ha volatilizado el hijoputa. O me observa desde otra ventana, desde otro edificio, quizá desde otro cuerpo. Si es el diablo, podrá meterse donde le salga, digo yo. Empiezo a fijarme en los tíos con traje azul y corbata, para ver si detecto en ellos algo raro, pero creo que son ellos los que ven en mí algo que no les gusta. Cuando a uno se le va la chola, ¿se da cuenta de que se le ha ido la chola? A ratos, me ataca la idea de estar fichado por toda la basca que trabaja en Gran Vía, pasma incluida. Me conocen en la Fnac, en El Corte Inglés, en Zahara, en Mango, en la Casa del Libro, en la tienda de Telefónica (donde curran, por cierto, unas pibas muy chulas)... Y es que, excepto para seguir a mi sobrino del cole a casa y de casa al cole, ya no me muevo prácticamente de esta calle. Conozco cada uno de sus rincones, cada uno de sus portales, cada una de sus cafeterías o bares, cada uno de sus indigentes. Si me volviera un pordiosero, que es para lo que estoy haciendo oposiciones, ya sé dónde tengo que colocar mis cajas de cartón y dónde conseguirlas. He pasado horas observando cómo se lo montan los pobres de la zona. Todos pirados, por cierto.
Así que estoy observando desde la acera de enfrente las ventanas del edificio donde supuestamente curra Lucifer, cuando me parece distinguirlo en una del primer piso. Se encuentra de pie, en mangas de camisa, vigilando los movimientos de la calle mientras fuma como un actor de cine al que estuvieran grabando. Me pongo a tiro y comienzo a hacerle señas con los brazos para llamar su atención. En una de esas, saca la mano derecha del bolsillo y me hace un gesto como de que le espere donde estoy. Luego desaparece de la ventana y yo cruzo la calle y me acerco al portal del que teóricamente debería salir.
Estoy cagado de miedo, pero, a lo hecho, pecho, que diría mi viejo.


18
Ahí está Lucifer, con su traje azul y su camisa blanca y su mechón de pelo atravesándole la frente. Si fuera calvo, se parecería a Bruce Willis, se le parece de todos modos, como si su cuerpo estuviera hecho de un producto sintético, de un látex que imita perfectamente la carne sin las rayadas de la carne. Me da una palmada en el hombro y dice que me invita a un café. Vamos a Zahara, nos sentamos a la barra, y me cuenta que ha estado de viaje, en París. ¿Comprando almas también allí?, pregunto completamente lanzado. Más o menos, dice él sonriendo. Se dedica, me explica ahora, a la distribución de productos de cosmética y vende, entre otras cosas, cremas que garantizan la eterna juventud, lo que me parece un modo de confirmar y no confirmar que es el mismo diablo. Ya le he puesto precio a mi alma, digo entonces, la vendo a cambio de ser capaz de escribir una obra maestra sobre la invisibilidad y de adquirir la capacidad de desmaterializarme cuando me salga del pito. Nos han traído los cafés; el de él, solo, muy negro. El mío, con leche, o sea, un quiero y no puedo, un café de gilipollas.
Me doy cuenta de que Lucifer, sin entrar en mi juego, tampoco lo rechaza. ¿Sobre qué dices que quieres escribir esa obra maestra?, pregunta. Sobre la invisibilidad, insisto. ¿Y eso?, dice. He tenido alguna experiencia, digo. El tipo me observa y me calibra. Mira, chico, dice al fin, tú no estás loco, así que no te lo hagas. Me corta el rollo con esa frase, pero luego paga los cafés, me coge del brazo y dice: Voy a proporcionarte la eterna juventud, de lo otro ya hablaremos. Salimos de Zahara, entramos en el portal donde está su oficina, subimos en el ascensor, entramos en un piso de techos muy altos y habitaciones a granel, con basca que ni se entera de que hemos entrado. Ya en su despacho, me da unas cremas que, según él, hay que empezar a aplicarse a mi edad. Luego dice que tiene mucho curro y me acompaña a la puerta. Antes de despedirse, me pasa una tarjeta con sus datos. Y aquí estoy otra vez, en la puta calle, con las cremas en una mano y la tarjeta en la otra. Su móvil empieza por 666, una de cal y otra de arena, sí y no, soy y no soy, qué cabrón, el Lucifer de los cojones.


19
Descubro que el profe del taller literario vive, con su vieja, en el mismo piso en el que da las clases. La vieja, aunque sin disecar, se parece un huevo a la de Psicosis. Ha publicado (él, no la vieja) dos libros de poesía y una novela, los primeros hace 15 años; la segunda, hace cinco. Una joya de escritor, un tío rápido. El piso, muy antiguo, tiene grutas en vez de habitaciones. Hoy, en mitad de la clase, me ha dado un falso ataque de invisibilidad, así que he corrido una vez más (y van tres) al baño, donde después de potar la comida he descubierto, en un armario oculto tras la cortina de la ducha, parte de una dentadura postiza y un tubo de crema para las almorranas. Se me está viniendo abajo la imagen de los escritores, de sus viejas, y de los colaboradores de EL PAÍS, donde el profe publica de vez en cuando artículos.
Al salir del baño, tropiezo con la vieja del profe, muy maqueada, que me echa la bronca por no haberme arreglado para el recital de poesía. ¿Qué recital de poesía?, digo yo. El tuyo, cuál va a ser, dice ella, no pretenderás presentarte de este modo. Y me empuja por el pasillo hasta un dormitorio sin ventana, que huele a guano de murciélago, donde empieza a sacar ropa de un baúl antiguo, de madera. Ponte este traje de papá, dice tirando sobre la cama una chaqueta gris, con sus pantalones. Yo no sabía lo que era la ropa vieja, vieja, vieja de verdad, hasta ver ese traje de muerto, que parece también un traje embalsamado. Puede tener, no sé, 40 o 50 años. La chaqueta lleva en la solapa una insignia de oro, o dorada, como de juez o algo por el estilo. ¿Todavía no has empezado a desnudarte?, dice la vieja volviendo del armario con una corbata que parece un intestino. Es que voy a mear primero, digo yo. Paciencia hay que tener, dice ella.
Salgo al pasillo, me oriento, regreso a la clase y ocupo sigilosamente mi silla. El profe está leyendo un párrafo de un tocho así de gordo. Me le quedo mirando, fingiendo prestar atención a la lectura, al tiempo que digo para mis adentros vaya mierda de vida que te ha tocado, tío. En esto, aparece la vieja en la puerta, con la corbata en la mano. Perdonad un momento, dice él.


20
Y llega la puta Navidad, todo llega, ya me lo decía mi viejo cuando hacía el Bachillerato: la realidad siempre nos alcanza. La realidad, entonces, eran los jodidos exámenes. Ahora es el jodido 25 de diciembre, fun, fun, fun. Casi no salgo del chabolo por no ver las lucecitas ni los papás noeles ni escuchar los villancicos de El Corte Inglés, ni tropezar con los mendigos, que en estas fechas me recuerdan mi futuro más que en cualquier otra. 25 de diciembre, fun, fun, fun. El pez no se entera de nada, suerte que tiene el bicho. Dedica la mayor parte del día a la respiración, es un artista de las branquias. Hablando de branquias, me timbra mi vieja, dice que va a preparar una cena familiar el 24 y que cuentan conmigo. No sé decir que no, de modo que ahora soy ese gilipollas que llama a la puerta de sus viejos el día de Nochebuena. Les llevo de regalo, para joder, Me cago en mis viejos II, por si no se han enterado de su publicación. Mi viejo lo hojea y se limita a preguntar por qué este año no lleva ilustraciones. Por la crisis, digo, y nos quedamos en silencio. Luego coloca el libro sobre la Larousse y lo empuja, para que se caiga detrás de la enciclopedia, fingiendo que lo ha hecho sin querer. Mañana lo saco, dice, y entonces llegan mi hermana, su novio y mi sobrino. Besos fríos, holas helados, caricias de reglamento, preguntas de formulario, sonrisas imbéciles. Mi vieja va y viene llevando cosas de la cocina al salón, a veces se lleva las que ha traído o trae las que se ha llevado.
Nos sentamos a la mesa en un ambiente fúnebre de la hostia. El único que hace algo por aliviar la situación es el novio de mi hermana, que, mira por dónde, ahora me parece un tío legal. De repente, y sin venir a cuento, en mitad del cordero, mi vieja se echa a llorar y, mirándome como la vecina de las muñecas, grita entre lágrimas: ¡¡Pero tú te has visto lo delgado que estás!! No estoy delgado, digo yo, es que soy medio invisible. Es pronunciar la palabra invisible, y comenzar a desmaterializarme por el estómago. Pero esta vez pierdo el conocimiento y oigo, a lo lejos, la voz de mi viejo. ¿Qué pasa?, dice. 25 de diciembre fun, fun, fun, respondo yo antes de desaparecer del todo.


21
Veinticinco de diciembre fun, fun, fun, decíamos ayer. El caso es que me llevan a las urgencias del Ramón y Cajal, donde despierto, o regreso a la visibilidad, no estoy seguro de lo que ha ocurrido, sobre una camilla, en medio de un pasillo con más camillas llenas de peña moribunda. Me miro las manos, que están a la vista, y me toco la cabeza, sin problemas. ¿Has tomado alguna mierda?, me pregunta un médico muy joven, creo que marroquí, por el acento. ¿Cómo?, digo yo. Que si te has metido algo, dice él, o has bebido más de la cuenta. No bebo, digo yo, ni me meto nada, ¿por qué? Por nada, tío, dice él, un bajón de azúcar, descansa unos minutos y estás listo, menuda nochecita. Mientras descanso, un enfermero me toma la tensión y el pulso. La verdad es que me encuentro bien, mejor que antes de ir a casa de mis viejos, como si durante el desmayo hubiera cargado las pilas.
Al rato abandono el pasillo y voy a la sala de espera, donde me aguarda la familia, todos con cara de estar, más que en el hospital, en el tanatorio, eso quisieran. Se portan bien, claro, es lo que toca, pero me cosco de que soy un incordio de cojones. Volvemos a la casa de mis viejos en el carro del novio de mi hermana, un monovolumen de siete plazas. ¿Para qué querrá este man un buga así de grande?, me pregunto. Lo mismo, me respondo, tiene cuatro o cinco hijos de otro matrimonio. Mi sobrino está pálido, pero no creas que me dirige la palabra. Se mantiene en sus trece el muy cabrón, como si le hubiera destrozado la vida. Nunca me había desmayado, digo yo en tono de sorpresa, no sabía que era así. ¿Así, cómo?, pregunta el novio de mi hermana. Tan agradable, digo yo para animar la fiesta.
El cordero parece un cadáver, de modo que pasamos a los postres (turrón y demás mierdas) y luego jugamos a las cartas, sobre un tapete verde, con garbanzos. Mi sobrino se queda sopas viendo la tele. Me abro a las siete de la mañana, como si no hubiera pasado nada. Mis viejos dicen que se van a Lanzarote para pasar el fin de año y yo les digo que me parece muy bien, que no se preocupen por mí, que me sé cuidar. No creo que vuelvan a invitarme.


22
Empiezo a sacar de la biblioteca pública las novelas de las que habla el profe en clase y me meto en ellas como un gusano dentro de un queso, abriendo galerías en su interior, atravesando a ciegas los párrafos, las frases, las hojas, los capítulos. Son novelas tocho, contadas por narradores invisibles, tipos que ven lo que sucede, y lo relatan, pero que no intervienen en ello. Algunas de estas historias resultan duras de roer, pero todas terminan ablandándose ante la combinación de violencia mandibular y saliva ácida empleada por este gusano lector en el que me he convertido. Si mi viejo me viera, se quedaría tieso.
Al mediodía, tapiño algo en el McDonald's o en el kebab y doy una vuelta por los alrededores de Zahara, buscando a Lucifer e intentando provocar los síntomas que me hicieron invisible. Imagino qué haré cuando lo logre, convencido como estoy de que no es más que una cuestión de tiempo. Luego bajo al subte y me acerco al cole de mi puto sobrino, para seguirlo a escondidas hasta que llega sano y salvo a la casa de mi hermana. En esto, un día se acercan al crío, en plan malote, dos chavales de su edad y le piden el plumas. El crío, que es un cagueta, se lo da sin rechistar y sigue su camino sorbiéndose los mocos. Yo espero a los cacos, que vienen en mi dirección partiéndose la caja de la risa, les doy un par de hostias, les birlo el plumas y corro para alcanzar a mi sobrino.
Cuando intento devolvérselo, me mira conteniendo las lágrimas y dice que me lo meta por el culo. Y deja de seguirme, añade, que no eres invisible. Pues yo creía que sí, digo yo. Pues no, dice él. Lo sigo aún un par de calles, con el plumas en la mano, suponiendo que terminará ablandándose, pero, al contrario, se va endureciendo. Me siento como un imbécil detrás del niño de los cojones. Además, la basca empieza a mirarme raro, así que digo que te den, y me doy la vuelta. Al poco, oigo que me llama. ¿Qué quieres?, digo. Que sepas, dice él, que el pez que se llamaba como tú se ha muerto. ¿Se ha muerto o lo has matado, como a Dedo?, digo yo. Eso a ti no te importa, dice él, y sigue con dos cojones su camino.

23
En medio de la selva de mi chabolo, sentado en el borde del camastro, en gayumbos, observo al pez que lleva el nombre de mi puto sobrino. Me pregunto qué sentido tiene que continúe vivo cuando su hermano está caput. Acaba de cagar el hijoputa, y aún no se le ha desprendido la mierda del culo, que pasea por la pecera como una tripa que me recuerda la corbata de la vieja de mi profe. Ya no tengo ninguna obligación de mantenerlo vivo, a la mierda la comida con olor a sobaco, el anticloro, los cambios de agua... Entonces me viene a la memoria el pez que me cargué en mi infancia. No creo que un asesino de verdad, uno que ahora mismo se encuentre en un pasillo de la muerte de los Estados Unidos de América, recuerde a sus víctimas con la intensidad con la que yo recuerdo a aquel bicho. Cierro los ojos y lo veo en 3D, como si llevara unas gafas interiores, manda huevos. Veo también los charquitos de agua sin oxígeno que ha dejado sobre el parqué. Cuando regreso a la realidad, me acuerdo de que hoy toca cambiarle el agua a este. Que te den, pez de los cojones, digo en voz alta, y me echo a dormir.
Sueño que saco un machete de debajo de la cama, que me dirijo con él a una de las paredes del chabolo y comienzo a abrirme paso entre toda esa vegetación tropical, como Michael Douglas en Tras el corazón verde. Solo que a mí no me acompaña una piba. Al cabo del rato, agotado, y como aquello no conduce a ningún sitio, regreso al chabolo y me echo de nuevo a dormir. Al día siguiente, créetelo, el pez está fuera de su globo de cristal, tieso. Ha saltado de la pecera como otros saltan por la ventana. Veo el cadáver en 3D también, como si alucinara, como si no fuera real, todo lo veo en 3D últimamente, no sé qué cojones me pasa en el cerebro. Lo agarro por la cola para tirarlo al retrete, pero me parece más humano arrojarlo al fondo del patio, así que abro el ventanuco y veo el cordel de pescar muñecas. Llueve. Me asomo, miro hacia arriba. La tía del quinto no está. Rescato el anzuelo, se lo meto en la boca al animal y lo dejo colgando, como si acabara de picar. ¿Tengo o no tengo unas ideas que te cagas?


24
Siguiendo las instrucciones de los prospectos, me aplico una de las cremas de Lucifer por las noches y otra por las mañanas. Mientras me las extiendo por el rostro, me acuerdo de mi vieja porque es muy aficionada a los potingues. A veces, al modo de un relámpago, veo en el espejo su careto, en el lugar del mío, también en 3D. La vida se ha convertido en una película Pixar. Desde que me doy las cremas, tengo más ganas que nunca de contar la historia de ese tipo que vive dentro de una novela de la que no forma parte. Y cuando me pongo a ello, me sale sin esfuerzo, como si el diablo me la dictara (yo no escribo tan bien, ni falta que hace teniendo de negro a Lucifer).
Lucifer, por cierto, ha vuelto a esfumarse. A los tres o cuatro días de nuestro último encuentro, pierdo su tarjeta, que ha desaparecido de forma misteriosa del bolsillo del pantalón. Como no puedo timbrarle, merodeo a distintas horas por los alrededores del portal de su oficina sin que entre o salga, estará comprando almas en Singapur. Un día subo, llamo al timbre sin que nadie me abra la puerta y al final me doy cuenta de que está abierta. La empujo, me adentro en el piso, lleno de una peña estresada que va de un despacho a otro, y camino con naturalidad hasta el de Lucifer, que se encuentra vacío. Una mujer me pregunta si busco a alguien. Se lo digo. Ya no está aquí, dice ella, y se pierde por un pasillo.
Lo más probable es que no vuelva a verlo hasta que a él no le salga de. Comprendo que nuestros encuentros, incluso el provocado aparentemente por mí, han sido planificados por él. Me ataca a ratos la duda de si le he vendido o no le he vendido el alma, porque, según Google, el puto diablo no habla claro nunca. Ahora bien, me digo, el hecho de que pueda escribir la historia del hombre invisible indica que sí, que el pacto se ha cerrado. Y aunque todavía no soy capaz de desmaterializarme a placer, sufro con frecuencia ataques breves e incontrolados de invisibilidad. Intuyo que son como avisos, para que me vaya acostumbrando, porque ser invisible mola mazo, pero acojona un huevo. Y tiene sus responsabilidades.

25
Todo el puto día gira alrededor de las clases del taller literario, donde, milagrosamente, logro establecer contacto con la piba que apareció el primer día de clase con un ejemplar de Me cago en mis viejos. Es una tía fea de la que un día, créetelo, comienza a salir una tía cañón. Como pertenezco a la clase de gilipollas que en el primer encuentro se abren en canal, le cuento que tengo la facultad de volverme invisible. A lo que ella responde que posee la de volverse visible. Deducimos que yo, desde la condición fundamental de masa, puedo ocasionalmente volverme energía, mientras que ella, desde la condición fundamental de energía, puede ocasionalmente volverse masa. La tía es enrollada. Dice que nos hemos encontrado en la frontera entre esos dos mundos (el de la energía y la materia), justo en el instante en el que yo estaba ya medio invisible y ella medio visible. Dos mitades.
Elsa, así se llama, es también de Madrid, pero se ha ido de casa de sus viejos y comparte piso, en Usera, con dos pibas que estudian Ayudante de Enfermería, lo que según deduzco es menos que Enfermería. Al preguntarles por qué no estudian directamente Enfermería, una de ellas dice que por qué no estudio yo directamente para Miguel Delibes, que acaba de palmar y todo el mundo, en la tele, dice que es cojonudo. Con Elsa pierdo la virginidad, ya era hora, aunque de un modo confuso, borroso, embarullado. Ella dice luego que yo he estado "gracioso". Sé racionalmente que esa opinión debería hacerme daño, pero irracionalmente me importa una higa. Lejos de lo que había creído, sigo haciéndome pajas con la misma desesperación que cuando no follaba. ¿Contra quién coño me masturbo? N. P. I.
Resulta que Elsa, a pesar del incidente del primer día de clase, ha leído Me cago en mis viejos I y Me cago en mis viejos II, es decir, mi obra completa. Y le ha gustado, así que echa pestes de nuestro profe, que a mí, en cambio, comienza a molarme. Lo mismo que de la fea de Elsa ha salido una tía buenísima, del imbécil del profe ha nacido un tío legal, un sabio. Como pertenezco a esa clase de gilipollas, un día, después de follar, revelo a Elsa que Carlos Cay soy yo y la cago, como se verá enseguida.


26
Con Elsa, una fan enloquecida de Carlos Cay, conozco los placeres del éxito. Y sus desventuras. Quiere saberlo todo acerca de Cay. Pretende que le presente a mis viejos y a mi hermana y a mi sobrino (al viejo de Carlos Cay, en realidad, a su hermana, a su sobrino). Quiere visitar sus casas para ver si son como se las ha imaginado. Habla de ellas como de los Santos Lugares. Me presiona también para que confiese quién mató a Dedo. El asunto empieza a cargarme porque me pispo enseguida de que hay algo raro en ese interés, como si la tía fuera una demente. La idea no me mola, porque si ella está loca, igual mi obra completa, que tanto le gusta, es una mierda.
Un día se empeña en acompañarme al colegio de mi sobrino, para seguirle conmigo hasta la casa de mi hermana. Escondidos tras los coches, aguardamos hasta que aparece el crío. Ese es, digo. ¿El del plumas azul?, dice ella. Sí, digo yo, y noto que ocurre algo, no sé, como si el crío la hubiera decepcionado. Lo seguimos sin que nos vea hasta que llega a su casa y luego volvemos al subte. Elsa se sienta a mi izquierda y aunque yo no la veo más que con el rabillo del ojo, noto que ocurre algo grave. Hacemos todo el recorrido en silencio y al salir a la calle, en Gran Vía, dice: O estás loco o te estás quedando conmigo. ¿Y eso?, digo yo. Da la puta casualidad, dice ella, de que el crío al que hemos seguido es hijo de una prima mía que vive en ese barrio.
Entonces no tengo más cojones que confesarle que mi sobrino es una ficción, lo mismo que mi hermana y mis viejos (la hermana y los viejos de Carlos Cay, para ser exactos). Me los he inventado, digo, para que nadie descubra mi verdadera identidad. Pero si me dijiste que tus viejos te habían dejado de hablar por hacer públicas sus interioridades, dice ella. Eso formaba parte también de la ficción, digo yo. ¿Y el pez?, dice ella. Era un pez cualquiera, digo yo, lo tenía para motivarme. ¿Y vas todos los días a ese colegio para seguir al hijo de mi prima?, dice ella. Sí, todos los días, por la mañana y por la tarde, digo yo, pero no te apures que cambiaré de niño, y de colegio. Tú no eres Carlos Cay ni de lejos, dice ella, y además me das miedo, tío. Y se abre corriendo hacia Callao.


27
Así que de repente me quedo sin novia real y sin familia imaginaria. El hecho de haberle confesado a alguien que los personajes de los que venía hablando en Me cago en mis viejos eran de ficción me hace perderlos del golpe. Cambio de colegio y empiezo a perseguir a otro niño que va y viene solo. Este es gordito y por las tardes se compra un bollo (a veces un huevo de chocolate con sorpresa, un Kinder) en una panadería, de camino a casa. Aunque me parece perfecto como sobrino, noto que las persecuciones ya no son lo mismo. No creo en lo que hago. Mis viejos ficticios y mi hermana y el puto sobrino se empiezan a deshilachar, como los sueños al ser recordados por la mañana. Veo alejarse de mí a aquella familia imaginaria como un grupo de fantasmas succionado por una fuerza exterior.
Elsa no vuelve al taller literario y yo lo dejo al poco. Me encierro a leer novelas. Las atravieso como un gusano perturbado, difiriendo la solución a los problemas prácticos que me acosan (la pasta, por ejemplo, comienza a agotarse). Entonces, un día me timbran de EL PAÍS y me dicen que vaya pensando en un Me cago en mis viejos III para el verano. Como soy esa clase de idiota, cuento lo que me ha sucedido. Verás, digo al redactor jefe, o lo que sea, toda esa familia era imaginaria y la he perdido del golpe. ¿En un accidente?, dice el redactor jefe con sorna. En un choque contra la puta realidad, digo yo. ¿Has publicado dos gilipolleces y ya vas de interesante?, dice el man. El problema, digo yo, es que no puedo continuar escribiendo sobre personajes en los que no creo. Cuenta cómo los has perdido, dice él (se ve que tiene prisa). No sé si me dará para 31 capítulos, digo yo. Bueno, ¿quieres o no quieres?, concluye el tío, y noto que estoy a punto de cargarme el único curro que tengo en perspectiva. Quiero, digo, y aquí estoy.
De Elsa, cero noticias. Tampoco coge el móvil, ni aparece por los bares de siempre. Las ayudantes de enfermería me dicen, sin abrirme la puerta, como si yo fuera un psicópata, que ha vuelto con sus viejos. He llegado a un punto muerto, pero el muerto soy yo, al menos en lo que tenía de Carlos Cay, que era mucho.


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Qué hacer? ¿Continuar alimentando la historia de Carlos Cay desde mi verdadera personalidad o inventarme otra haciéndola pasar por la verdadera? La idea de construir más familias imaginarias con problemas generacionales me da pereza. La de recurrir a la auténtica, miedo. Otra posibilidad, pienso, es escribir desde ningún lugar, desde ningún nombre, desde ninguna condición, como si yo no existiera, o como si solo fuera una de esas voces que en las novelas cuentan las aventuras de los personajes y que no pertenecen a nadie con nombres y apellidos.
Una noche me acerco a la escuela donde se imparte el taller literario con la idea de hablar con el profe. Cuando estoy a punto de llegar al portal, lo veo salir y lo abordo mientras camina tristemente, como un man vencido, hacia no sé dónde. Necesito consultarte un problema, digo poniéndome a su lado. Yo no soy un asesor espiritual, dice él. Un problema narrativo, digo yo. Nos metemos en un bar donde el tío pide coñá y berberechos. Allí le confieso que soy el gilipollas de Carlos Cay y le cuento de qué modo me he quedado, de golpe, sin personajes, sin historia y cómo estoy a punto de perder el único curro que me han ofrecido en muchos meses. A lo primero no cree que yo sea Carlos Cay, continúa empeñado en que bajo ese seudónimo se esconden varios autores cortos de vista. Pero a lo segundo, cuando lo acepta como "posibilidad teórica", eso dice, se mete en la boca un berberecho y pronuncia, al tiempo de masticarlo: Mi nombre es Nadie. ¿Cómo dices?, digo. Tu nombre es Nadie, dice ahora con un sentimiento que te cagas, como si hablara de sí mismo, como si hubiera sido Nadie, sin querer, toda su vida.
Me voy corriendo a los ordenatas de Zahara y busco en Google la frase de los cojones, "Mi nombre es Nadie", que me suena un huevo. Pertenece, cágate, a la Odisea, y la pronuncia Ulises para engañar a un tipo que solo tiene un ojo. Yo tengo que engañar a una multitud de lectores con dos. Pero tal vez lo que el profe me ha querido decir es que se puede contar una historia sin necesidad de ser alguien. A lo mejor, incluso, sin necesidad de existir.


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En medio de este caos narrativo, sufro otro ataque de invisibilidad. Me viene en el retrete de la Casa del Libro (el único sitio de Gran Vía donde puedes mear sin consumir nada). Esta vez no padezco mareos ni vértigos previos, como si mi cuerpo se hubiera adaptado ya a los cambios de estado. Si no es por el espejo, en el que me miro sin verme, casi ni me entero. Pero ahí estoy (o ahí no estoy, según), esta vez sin náuseas, sin miedo, incluso con un poco de gusto. Salgo a la tienda y empiezo a moverme entre los dependientes y el público sin que nadie repare en mí. Pueden atravesar mi cuerpo (y yo el suyo) porque, además de invisible, soy sutil, una cualidad que, según Google, poseen los ángeles. Me percibo como un cuerpo porque no concibo otro tipo de existencia, pero en realidad soy una idea, una mente, un pensamiento, no sé cómo expresarlo, que puede ir de un lado a otro de la tienda sin necesidad de andar, proyectándose simplemente. Al principio manejo ese no-cuerpo con grandes precauciones, como el que estrena un coche cuyos mandos no conoce bien. Pero enseguida me doy cuenta de que es sencillísimo (un mecanismo intuitivo, como el de los móviles) a condición de que no tengas miedo de viajar en él. Y ya no tengo miedo.
En la planta baja de la Casa del Libro, adonde llego atravesando los suelos y los techos, veo a una piba guapísima leyendo las primeras líneas de un libro. Me introduzco en su cuerpo, me acoplo a él (el mío puede adoptar cualquier forma), sintiendo, casi como propias, sus tetas, también su melena y sus muslos, sus manos, sus dedos, sus uñas afiladas... Leo con ella, desde sus ojos, las primeras líneas del libro que sostiene entre las manos: "Érase una vez un hombre llamado Albinus, que vivía en Berlín, Alemania. Era rico, respetable, feliz. Un día abandonó a su mujer por una amante joven; amó; no fue amado; y su vida acabó en un desastre".
Da la puta casualidad de que es el párrafo que nos leyó el profe del taller, en una de las primeras clases, para explicarnos la figura del narrador invisible. ¿Quién habla? ¿Quién dice todo eso de Albinus? No se sabe.


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En vez de preguntarme por qué me he convertido en un tipo que no existía, o que solo existía en mi imaginación, me pongo a escribir como un loco la historia del hombre invisible, que quizá presente al Planeta. He borrado las páginas que llevaba escritas para empezar de nuevo, porque ahora sé cosas que antes ignoraba. Entretanto, y a base de práctica, acabo dominando los mecanismos para viajar de la visibilidad a la invisibilidad, o viceversa, sin problemas. Ya no me fatiga, como al principio. Pero actúo con prudencia porque no controlo al 100% todavía el cuerpo invisible.
Me acuerdo de cuando se produjo el llamado "apagón analógico". Mucha basca se descuidó, o no estaba al loro, así que un día, al encender la tele, no se veía nada, como si se hubiera acabado el mundo. La nada debe de ser algo parecido: un espacio en blanco, con puntitos negros y un ruido de fondo, una especie de radiación como la que precedió al Big Bang. Daba que pensar la idea de que Tele 5 y Antena 3 y la Sexta y Cuatro, y TVE, etcétera, continuaran vivas en otra dimensión de la realidad con la que no había modo de conectar sin el aparato adecuado. Algo así me ocurre ahora con los viejos de Carlos Cay y con su hermana y su sobrino. Todos han muerto en analógico, pero continúan vivos en algún dobladillo del universo. Como continúa vivo Carlos Cay, desde cuyo cuerpo escribo estas líneas.
Veo con frecuencia al profe del taller literario. Casi sin darnos cuenta, a base de coincidir, nos hemos hecho amigos. Siempre me pregunta lo mismo: que cómo va mi proceso de convertirme en Nadie. Mal, digo yo, pues he notado que le molan más los problemas narrativos que sus soluciones. A ratos, deja por unos instantes de ser él y se convierte en Lucifer, porque es el nuevo modo (y el nuevo cuerpo) que ha elegido el diablo para comunicarse conmigo.
Cuando el profe vuelve en sí, ignorante de lo que acaba de ocurrir, y de mi conversación con Lucifer, pedimos otra de berberechos, y otras dos copas de coñá, y nos quedamos mirándonos sin decir nada, como dos gilipollas.