miércoles, 28 de abril de 2010

Relatos Breves nº10: Don Nadie

Don Nadie



Seguramente esta historia no importe a nadie, es normal, lo comprendo, siempre hay algo mejor que hacer que leer, por ejemplo ver la tele o emborracharte de alcohol.

La historia que os quiero contar, no es ni triste ni alegre, tampoco tiene una moraleja, que va, nada de eso. Simplemente es el relato de una persona más, que habita en la ciudad. Sin importancia.

La narración es sobre un hombre normal, ya sabéis, ni ojos azules, ni metro noventa. Su madre le concibió hace sesenta y seis años, en un pueblo perdido de Cáceres.
Su padre era arrendatario de una parte de esos enormes latifundios que con tanto esmero habían comprado los extranjeros hace muchos y muchos años. Trabajaba de sol a sol, a la antigua usanza. Era una persona dura, y sus palabras muchas veces no eran tan melosas como las de los políticos de hoy en día, pero era un hombre sincero y cariñoso con los suyos.
Su madre, como era costumbre de la época, laboraba en casa: cuidando de sus hijos, doce; manteniendo limpio el hogar (ya sabéis, este trabajo denigrante de sudamericanos) y demás cosas. Era una católica acérrima, visitaba todos los días la iglesia para pedir una bendición para sus traviesos hijos. Le gustaba que reinase la paz dentro del seno familiar, y hasta su muerte lo consiguió.

El hijo número nueve de esta pareja poseía el nombre de Raimundo, o mejor dicho Diego Raimundo Cristóbal Jiménez Añil.
Nació al séptimo mes, y su madre pensó que no viviría mucho, pero Raimundo, salió luchador, y después de muchos ayes en los cuerpos de sus progenitores, consiguió salir adelante. Y no fue tarea fácil, eran tiempos difíciles en lugares complejos, perdidos de la mano de Dios, dónde ver una salida de futuro parecía casi imposible. Tierra dura para gente de hierro, le decía su padre. Y no tenía falta de razón, cuando el pequeño Raimundo tenía siete años, su antecesor murió, según sus hermanos de infarto, aunque el prefiere pensar que murió con una hoz en la mano, trabajando hasta el último día.
Este hecho catastrofista en una familia que depende inconmensurablemente del sueldo del cabeza provocó una separación interna irrevocable. Los hermanos mayores, sin la vigilancia del patriarca decidieron partir con sus respectivas parejas a tierras más fértiles. Y de doce que eran, se quedaron seis, y Raimundo era el segundo varón más grande.
El peso de la responsabilidad le achacó demasiado joven, piensa él, pero lo supo afrontar con valentía y firmeza. Tuvo que dejar la escuela, y no pudo ni siquiera aprender a escribir, aunque él prefiere decir que tuvo el gran privilegio de aprender a leer. Empezó a trabajar en el campo arrendado de su padre, de sol a sol.
Y así pasaron los años, hasta que cuando tenía quince años, el hermano mayor de los seis que se habían quedado murió en un accidente de coche. Un duro trance para los restantes componentes de la familia, que coronaron, sin que el quisiera, a Raimundo como patriarca.
Raimundo en su particular reinado, intentó, e incluso logró que sus hermanos más pequeños consiguieran llegar a secundaría, y de una forma o otra tener una formación decente. A cambio, él, trabajaba diariamente diez y ocho horas. Parece raro decir, que él era feliz.
Al cuarto año de su reinado, su madre falleció. Más peso sobre su espalda. No era muy anciana su madre, casi sesenta años, pero según Raimundo jamás logró superar la muerte de su hijo, y murió de pena.
La muerte de su madre implicaba aparte de trabajar en el campo, intentar ayudar en las tareas del hogar. Por suerte su hermana mayor (la ocho, para que me entendáis), le ayudó tanto como pudo, hasta que cuando tenía veintitrés años (Raimundo era dos años más pequeña que ella), se casó y se fue de casa, dejándole solo al cargo de los tres hermanos más pequeños. Es lógico pensar que es un verdadero trance para cualquier persona el martirio que estaba sufriendo, pero él no lo recuerda así. Rememora felizmente aquella época, dice que no hay más placer que ver a sus hermanos crecer fuertes y sanos, y con un futuro por delante.
Los años continuaron haciendo su tradicional curso, y sus hermanos menores, se marcharon fuera del pueblo a vivir su vida. Al final Raimundo se quedó solo en casa de sus padres, medio calvo, y con una sensación de vacío. Así que después de un buen tiempo pensándoselo decidió viajar a Cataluña, no tenía mucho ahorrado, casi todo lo que ganaba lo enviaba a su hermano menor, el benjamín de la casa, que por aquel entonces estudiaba Arquitectura en Madrid. Pero algo, tenía ahorrado.

Llegó a Barcelona despistado, jamás había estado en una ciudad tan grande, aunque tampoco jamás había viajado en tren, y ni siquiera había montado en bus. Todo era nuevo para él, pero a sus veintiocho años estaba resuelto a salir para delante costara lo que costara.
Busco trabajo por todos lados, y encontró. Pintor, camarero, basurero, jardinero, etc. Aunque al cabo de dos años, encontró en Tarragona un anuncio donde precisaban paletas. Él no tenía mucha idea, pero en el anuncio ponía la palabra estabilidad, y eso era precisamente lo que Raimundo quería. Así que sin miedo, cogió el primer tren que partió de Sans, y se dirigió hacia Tarragona.
No tardó en conocer los gajes del oficio, pero estaba claro que no había mucha diferencia entre el campo y la construcción, bueno quizás el salario ahora era más honorable.
El trabajo le daba poco tiempo para vivir entre semana, pero los domingos los tenía libres. Entabló amistad con tres compañeros de su quinta, y frecuentaron los locales de la costa. En uno de esos locales conoció a Carmen, una chica andaluza de intensos ojos verdes que tenía fama de calentar camas. Raimundo, pronto se dejó seducir por ella, todos los que estaban a su alrededor le avisaron de que tuviera cuidado, que era terreno peligroso, pero a él le daba igual su pasado, estaba enamorado de ella.
Al año de conocerse se casaron, de viaje de novios fueron a Madrid. Raimundo recuerda aquellos días como los mejores de su vida. Disfrutó ver escrito al lado de un interfono de la calle Serrano el nombre de José María Jiménez Añil, su hermano menor, y disfrutó como un niño al pasear en barca por el pequeño estanque del retiro con su amor.
A los dos años de casados tuvieron al pequeño Ricardo, y a los cuatro al infante Mario. Dos niños preciosos que llenaron, durante un tiempo de alegría la casa.
Por aquella época Raimundo cayó en el engaño del tanto tienes tanto vales, y poco a poco quiso tener más y más posesiones. Hoy maldice aquella época, no era él mismo. Pero esta claro que el que algo quiere, algo le cuesta, y Raimundo sacrificó mucho tiempo de su vida personal para poder mantener un chalet y un coche deportivo. Tuvo que empezar a trabajar en una panadería para mantener los costes, y los meses de vacaciones laboraba en la hostelería.
Poco a poco, se fue distanciando de su mujer, y cada día el cauce de rumores de que se estaba acostando con otro era más y más caudaloso. En un principio él no le dio importancia, pero esa idea estaba en su cabeza.
Un día después de diez horas de jornada laboral, llegó a casa más temprano que de costumbre, se extrañó al contemplar que sus hijos, de doce y diez años respectivamente, continuaban aun en la calle. Le miraron con una cara extraña. Él subió a casa y encontró a su mujer con su jefe de obra.
Él atacado por una rabia incontrolada, sacó a patadas a su jefe, y golpeó violentamente a su mujer. Recuerda ese momento como el peor de su vida.
Su mujer al mes se fue sola, y no la volvió a ver en toda su vida. Sus hijos le culparon de no tener madre. Cabe destacar, que también perdió el trabajo, y tuvo que buscarse la vida, con muchas deudas encima.
Lo paso mal durante mucho tiempo, los días duraban veinte horas, y parecía que nunca volvía a salir el sol en su vida, hasta que después de mucho tiempo encontró de casualidad a un nuevo amor. Para aquel entonces el tenía cuarenta y cinco años, y ella, Magdalena cuarenta. Se conocieron en la panadería, donde él, aun amasaba las masas a las cinco de la mañana. Fue una relación rápida, ya que, al cuarto mes de conocerse se casaron.
Su estado de ánimo cambió, y durante mucho tiempo se sintió feliz. Sus hijos aceptaron a su amor como una madre, y se encariñaron con ella fácilmente.
Raimundo continuaba trabajando duramente, esta vez para que sus hijos pudieran estudiar sin ningún problema en la universidad. Cabe destacar que los dos se licenciaron satisfactoriamente. Una vez licenciados, los dos se casaron y emigraron fuera, uno a Barcelona y otro a Madrid. Él, para aquella época decidió dejar de trabajar en la obra, por cansancio, y tan solo siguió en la panadería. Tuvo más tiempo que dedicar a Magdalena. Parecía que la historia iba a tener un final feliz.
Raimundo decidió vender su piso (era demasiado grande) y su coche (no lo necesitaba, puesto que trabajaba al lado de casa), y con el dinero ganado repartirlo entre sus hijos y su mujer. Él buscó un alquiler barato en la ciudad, con vistas al mar eso sí.
Pero estaba claro que la vida es un bucle infinito de altos y bajos, y al tercer año de la emancipación de sus dos hijos, su mujer cayó gravemente enferma. Los médicos comunicaron que era una enfermedad degenerativa crónica, es decir, en poco tiempo moriría. Raimundo recibió este golpe como un KO total. Era su fin.
Aguantó el chaparrón como pudo, viendo cada día como su flor de primavera poco a poco se marchitaba, sin que él pudiese hacer nada.
Cuando él tenía cincuenta y seis años, Magdalena murió. Quedó destrozado, dejó el trabajo por depresión (jamás en su vida firmó un contrato), y paso horas y horas delante de una botella. Sus hijos, le animaron a que fuera a sus respectivas casas a vivir, pero él se negó en rotundo, no quería molestar a nadie, él nunca fue así.
Como un cuenta gotas el dinero se perdió. Este hecho implicó que no tuviese capital para pagar el alquiler del piso.
Emigró a la calle. Los primero años fueron duros, recuerda. La gente que había conocido empezaron a mirarle con asco, y con un desdén no propio de personas humanas. Por suerte encontró algo de ayudas en organizaciones benéficas que le daban un poco de ropa y un poco de comida.

Su quincuagésima octava primavera recuperó el ánimo, y decidió otra vez empezar de 0, buscó trabajo por todos lados. Rememora que todos los días iba por la mañana a una fuente pública a lavar la ropa, y a lavarse el cuerpo. Pero estaba claro que en una sociedad como la nuestra no se mira para nada el pasado, la fuerza o el espíritu del trabajador, por lo tanto, jamás volvió a trabajar. Resignado después de dos años de búsqueda laboral, cedió a la vida en la calle.

Lleva diez años viviendo en la calle. Dice que su única posesión es un carro del Carrefour, que a mucha honra alquiló honrosamente por un euro.
Vive de noche, y duerme de día, lo hace para que los niños no tengan que ver las miserias de un vagabundo, y también para curarse en salud de las patadas de algunos jóvenes que más de una vez le han intentado golpear. Recorre varios containers en busca de cualquier resto alimenticio o útil. Me dice que es sorprendente lo que uno se puede encontrar en la basura. Allá por las siete, al alba, se vuelve con su carro hacia un edificio abandonado. Se tumba y se prepara tranquilamente la comida, la merienda y la cena. Sus vecinos, yonkies y otros vagabundos, le visitan con frecuencia, dado que saben que siempre le sobra algo para llevarse a la boca. Entre comida y comida lee algunos libros que se encuentra en la calle, su favorito es Cien años de Soledad de Gabriel García Márquez y antes de dormir escucha un poco de música clásica con una radio a pilas que se encontró un día.
De tanto en tanto encuentra dinero, o lo consigue vendiendo algunas cosas de valor que encuentra tiradas (televisores, consolas, depiladoras…), ese capital lo guarda en un bote de Pringles escondido por un lugar que nadie sabe. Él me cuenta, que siempre a finales de año se saca unos 400 o 500 euros. Ese dinero lo usa para comprarse a principios de Diciembre un traje de unos 200 euros, y tres billetes de tren: Tarragona-Barcelona, Barcelona- Madrid, Madrid-Tarragona.
Cada año Raimundo hace el mismo viaje. La mañana del 24 de Diciembre se levanta temprano para lavarse minuciosamente en el mar, se arregla y se viste, y como dice él, hasta parece que es un millonario. Después toma el tren dirección Barcelona, y llega sobre la tarde a casa de su hijo. Pasan un rato juntos y cenan en familia. Me cuenta, con la boca negra y sin la mitad de dientes, que hace dos años, éste, el pequeño, le ha dado una nieta preciosa, que se parece a él. En la foto amarillenta y desgastada de las veces que la habrá mirado, no se ve más que un bebe llorando. Es su reliquia.
Siguiendo con el relato, hacia medianoche coge un tren dirección a Madrid. Por el viaje duerme plácidamente, satisfecho por sus hijos. Una vez el tren llega a Atocha, despierta y encamina. Visita a su hijo mayor, que ya va por el segundo, y por la noche se vuelve para casa.
Me cuenta que son sus días más felices del año, le da bastante igual las miradas de asco de sus nueras y las bromas de sus nietos, lo importante es que a sus hijos les va bien. Él cree que ellos no conocen su precaria situación, pero tampoco voy a ser yo el que le diga que se está mintiendo. Tal vez esa es la droga que le da la fuerza para vivir.


Se despide de mí, y me agradece que le haya escuchado, no hay de qué le contesto, siempre se aprende cosas nuevas.
Hasta pronto amigo.



Acabo de llegar a mi casa de noventa metros cuadrados en mi nuevo mini y estoy sentado delante del ordenador escribiendo esta historia. No sé el motivo, ¿importa acaso?


Bueno ya te lo dije, seguramente no te interesa esta historia, vuelve a encender el televisor por favor.

Por favor.

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