Tenía razón
La cerilla voló en el aire, volátil, superflua, bailando
lentamente, girando sobre su propio eje. En su trayectoria dibujo una
parábola perfecta, tan perfecta que no existen palabras en este mundo
para describirla, simplemente maravillosa. En su punto más bajo chocó
con la enorme masa de cuerpo, con el gigantesco músculo y rebotó cayendo
al frio suelo, apagándose.
El vuelo del fuego que contenía la
cerilla no fue en balde, cuando hubo el choque con la masa incendió el
liquido que impregnaba el cuerpo. Con la rapidez que baja un rayo del
cielo a la tierra el fuego se propagó por todo el cuerpo, imparable, ni
siquiera los movimientos bruscos que proporcionaba la masa podía
pararlo.
El cuerpo atado férreamente en una silla de metal era
incapaz de evitar lo inevitable, el poder del fuego era mayor al suyo
propio. Su temperatura corporal aumentó hasta temperaturas vertiginosas.
Todo un ritual. Sus movimientos incrementaron cuando el fuego de la
cerilla se propagó, su vano intento por desatarse de las cadenas de
hierro resultaron inútiles, era como intentar apagar el sol.
El
grito que emanaba de la garganta del cuerpo se volvió ensordecedor. Era
un cántico majestuoso que ni los mejores cantantes de la Tierra podían
repetir. El sonido incitaba a las llamas y creaba una atmósfera
placentera.
Los ojos del cuerpo brillaban más que el resplandor
rojizo, profundos, agudos, llenos de fuerza y rabia, poderosos. El
verdadero fuego estaba dentro de ellos, era el espectáculo de su vida.
Al poco todo terminó, la luz se apagó y reinó de nuevo la oscuridad.
La cerilla tenía la razón.
miércoles, 27 de febrero de 2013
martes, 12 de febrero de 2013
No estábamos solos
Hace poco estudiando me econtré con un relato fascinante, que narra uno de los episodios más mágicos de nuestra Prehistoria: el encuntro entre Neandertales y Homo Sapiens.
"Cuatro puntos se desplazan por la orilla de un río en un paisaje negro y gris de la Edad de Hielo, hace 40.000 años; son las únicas señales de vida en un frío día de finales de otoño. Una densa neblina se arremolina suavemente sobre las aguas que avanzan lentas y se agitan con movimientos irregulares por la helada brisa. Los pinos crecen junto a la ribera, cerca de un amplio claro donde uros y bisontes piafan a través de la nieve buscando pienso. La familia de cromañones, envuelta en pieles, anda a marcha lenta: un cazador con un puñado de lanzas; su mujer, que lleva un saco de cuero lleno de carne seca; un hijo varón y una niña. El niño, de cinco años, corretea adelantándose y retrocediendo mientras blande una pequeña lanza. Su hermana mayor se queda junto a la madre y también carga un saco de piel. Una súbita ráfaga de viento levanta como un velo la apretada penumbra en el extremo opuesto al riachuelo. De pornto, el niño grita y señala en esa dirección; luego corre atemorizado hacia la madre. Estalla en llanto y se aferra a ella. Una cara curtida e hirusta con gruesas cejas los observa silenciosamente desde la maleza que crece en la otra orilla. Sin otra expresión en el rostro más que la mirada alerta, el hombre de Neandertal queda inmóvil del otro lado del río, son importatle aparentemente el frío. El padre lo mira, hace un ademán con su lanza y se encoge de hombros. La cara se desvanece tan silenciosamente como había aprecido.
Bajo una fina nevisca, la familia retoma la marcha, el padre siempre alerta, con los ojos en continuo movimiento. Mientras suben a un refugio, en lo alto de un peñasco, habla a sus hijos de sus elusivos y silenciosos vecinos, raras veces entrevistos y casi nunca encontrados cara a cara. Eran muchos más en las épocas de su padre y de su abuelo, cuando él los vio por primera vez. Ahora es raro verlos, sobre todo en los meses más fríos. Son diferentes a nosotros, les explica. No hablan como nosotros; no podemos entenderles, pero nunca nos hacen daños. Sencillamente los ignoramos..."
B.FAGAN, Cromañón. De cómo la Edad de Hielo dio paso a los humanos modernos, Barcelona, 2011, pp. 17-18.
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