Tenía razón
La cerilla voló en el aire, volátil, superflua, bailando
lentamente, girando sobre su propio eje. En su trayectoria dibujo una
parábola perfecta, tan perfecta que no existen palabras en este mundo
para describirla, simplemente maravillosa. En su punto más bajo chocó
con la enorme masa de cuerpo, con el gigantesco músculo y rebotó cayendo
al frio suelo, apagándose.
El vuelo del fuego que contenía la
cerilla no fue en balde, cuando hubo el choque con la masa incendió el
liquido que impregnaba el cuerpo. Con la rapidez que baja un rayo del
cielo a la tierra el fuego se propagó por todo el cuerpo, imparable, ni
siquiera los movimientos bruscos que proporcionaba la masa podía
pararlo.
El cuerpo atado férreamente en una silla de metal era
incapaz de evitar lo inevitable, el poder del fuego era mayor al suyo
propio. Su temperatura corporal aumentó hasta temperaturas vertiginosas.
Todo un ritual. Sus movimientos incrementaron cuando el fuego de la
cerilla se propagó, su vano intento por desatarse de las cadenas de
hierro resultaron inútiles, era como intentar apagar el sol.
El
grito que emanaba de la garganta del cuerpo se volvió ensordecedor. Era
un cántico majestuoso que ni los mejores cantantes de la Tierra podían
repetir. El sonido incitaba a las llamas y creaba una atmósfera
placentera.
Los ojos del cuerpo brillaban más que el resplandor
rojizo, profundos, agudos, llenos de fuerza y rabia, poderosos. El
verdadero fuego estaba dentro de ellos, era el espectáculo de su vida.
Al poco todo terminó, la luz se apagó y reinó de nuevo la oscuridad.
La cerilla tenía la razón.
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