La espera en el mercado
Dejo atrás el silencio de la mañana en casa. Las puertas de los cuartos, cerradas. La cocina, desordenada, vacía. El bullicio que reina en La Pequeña Lonja es el de la normalidad de la vida. Las amas de casa, de quienes no conozco el nombre ni las casas donde viven ni las familias a las que pertenecen, tenderos, a quienes las amas de casa llaman por sus nombres, y todos esos personajes que llevan y traen las mercancías que se exponen y venden, forman la corriente de la normalidad, de la vida que se inicia cada mañana. Las mujeres esperan su turno para hacer los pedidos a los tenderos con extraordinaria paciencia. Entre tanto, desgranan secuencias de sus vidas, hablan de sus maridos, de sus hijos, de sus cuñados y de sus suegras. De enfermedades, de muertes. Se diría que todo el mundo está enfermo. Los que no están muertos.
¿Es esto la vida?, ¿esta sarta de quejas y lamentaciones enunciada de forma cantarina, con cierta distancia, incluso indiferencia, como si no acabara de tomarse del todo en serio, como si sólo se dijera porque se tiene que decir? No era eso lo que de verdad parecía importarles a esas mujeres, sino aprovechar bien su turno, pedir lo que necesitaban con toda calma y todo detalle, que no se les colara nadie. Aprovisionarse. Luego veías a estas mujeres por la calle, ya cargadas de bolsas, camino de sus casas, y parecían cansadas, como si todas las tareas que les quedaban por hacer las fatigaran de antemano. En el mercado, la vida cotidiana alcanzaba una especie de cumbre. Los gritos, quejas y risas adquirían un significado que las sobrepasaba a todas. Quizás acudían al mercado con este fin, para palpar, más bien que intuir, para vislumbrar, eso intangible que las sobrepasaba.
Empecé a conocer un poco a esas mujeres. De vista y de oírlas hablar. Algunas veces, se dirigían a mí como si yo fuera una de ellas. Empecé a conocer sus nombres, a hacerles el pequeño favor de guardarles la vez en un puesto mientras ellas se iban a otro para ganar tiempo, porque siempre querían ganar tiempo, aunque no hacían otra cosa que perderlo, demorándose aquí y allá con cualquier excusa.
Fragmento del libro Cielo Nocturno de Soledad Puértolas
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