martes, 22 de diciembre de 2009
Consejo de amigo
lunes, 21 de diciembre de 2009
San Crispin's day
domingo, 13 de diciembre de 2009
Réquiem de África
No descubro América, si digo que las vidas de las personas están llenas de altos y bajos, pues bien, supongo que yo estoy en unos de esos momentos bajos. Y es que no es para menos.
El otro día me dio por pensar en las labores de las ONG que van a África. Como la mayoría de los occidentales (Europeos y Yankies), me dio por alabar encarecidamente su labor, y pensar que no hay mayor acto de bien en el mundo que ayudar a los demás. Bueno, eso fue en un principio. Luego comencé a pensar en cuanto dinero se gastan los gobiernos y los contribuyentes poco anónimos (ya sabéis: famosos) en donaciones. Seguramente mucho capital. Pues bien, este capital se envía (o eso nos debemos creer) a el continente africano, para vacunas, alimentos, libros, etc. Pensé en un principio que eso es muy positivo, pero después de 22 años te das cuenta que la situación en el continente negro es más precaria cada día. Que cada vez hay más mafias, más tráfico, más delito. Y ¿cómo responden los modernos vecinos del norte? Pues enviando sus sobras para que puedan alimentarse y así no sublevarse, ya que si esta gente no tuviera nada de comer, quizás cambiarían las tornas, y no serían tan mansos. Pero claro, con un trozo de mierda de pan en la boca y un poco de agua no salubre, ya les hacemos felices. No nos engañemos señores, les estamos haciendo un flaco favor.
Con esto no quiero arremeter contra los voluntarios, que dentro del sistema, son los que tienen menos culpa, para no decir ninguna. Pero esta claro que su labor es en vano. ¿Estamos salvando a millones de personas vacunándolas contra el sida? No. Es posible que parezca extrema tal afirmación, pero cabe pensar que lo que hay que hacer no es enviarles vacunas, sino darles el poder para que ellos mismos las hagan, y para eso hace falta inversión, esfuerzo, y altruismo. Y ya sabemos, de que carecemos los occidentales.
Hay un proverbio chino que dice: “Si un hombre tiene hambre no le des un pescado, más bien, enséñale a pescar”.
Si de verdad, cosa que dudo mucho, queremos ayudar a esa “minoría” de millones de personas, empecemos a cambiar de mentalidad. Las sobras de las comidas están muy bien para los perros, pero el hecho de que su piel sea negra, no significa que debamos tratarle como a un perro.
Esta claro, que desde mi casa se ve todo muy fácil. Pero qué puedo hacer yo contra tal gigante. Nada. Únicamente no me engañaré, miraré por encima del muro, y cualquier imbécil que vea dar sus sobras y se vanaglorié de ello, lo vomitaré, lo ignoraré y lo repudiaré.
Feliz Navidad Europa.
sábado, 12 de diciembre de 2009
Frecuencia: Foo Fighters
I'm your fool
Everyone's got their chains to break
Holdin' you
Were you born to resist, or be abused?
Is someone getting the best
The best, the best, the best of you?
Is someone getting the best
The best, the best, the best of you?
Or are you gone and onto someone new?
I needed somewhere to hang my head
Without your noose
You gave me something that I didn't have
But had no use
I was too weak to give in
Too strong to lose
My heart is under arrest again
But I'll break loose
My head is giving me life or death
But I can't choose
I swear I'll never give in
I refuse
Is someone getting the best
The best, the best, the best of you?
Is someone getting the best
The best, the best, the best of you?
Has someone taken your faith?
It's real, the pain you feel
You trust, you must confess
Is someone getting the best
The best, the best, the best of you?
Has someone taken your faith?
It's real, the pain you feel
The life, the love
You'd die to heal
The hope that starts
The broken hearts
You trust, you must confess
Is someone getting the best
The best, the best, the best of you?
Is someone getting the best
The best, the best, the best of you?
I've got another confession my friend
I'm no fool
I'm getting tired of starting again
Somewhere new
Were you born to resist, or be abused?
I swear I'll never give in, I refuse
Is someone getting the best
The best, the best, the best of you?
Is someone getting the best
The best, the best, the best of you?
Has someone taken your faith?
It's real, the pain you feel
You trust, you must confess
Is someone getting the best
The best, the best, the best of you?
miércoles, 2 de diciembre de 2009
Premisa del tiempo
domingo, 22 de noviembre de 2009
Obra maestra
miércoles, 21 de octubre de 2009
Relatos Breves nº7: Reina de las flores
Si te soy sincero no sé muy bien el motivo por el cual estoy escribiendo esta carta, a sabiendas que la destinataria nunca la recibirá. Supongo que lo hago más por mí que por ti.
Estaba en lo cierto, esto no va a ser nada fácil.
Al principio, después del suceso, reinó en mi el escepticismo, tuve un cierto grado de enajenación mental y una sensación de estar rendido, vaya, no tenía ganas de nada.
Bueno, la verdad es que ahora tampoco estoy muy animado, estos días he estado algo huraño con las personas que orbitan en mi, aquellas de las que tantas veces te hablé y nunca conociste.
Dijiste que el tiempo lo curaría todo, pero tal vez no quiera curarlo, tal vez esta herida quiero que este presente toda mi vida. Como cuando un soldado pierde la mano en la guerra, que durante el día sabe que no la tiene, pero por la noche sueña que juega con ella.
Supongo que debo empezar otra vez a hacer vida normal, ya sabes, trabajar, estudiar y todas esas rutinas. Sinceramente, no me apetece nada, pero si miro atrás estoy perdido.
Lo más funesto, creo, son los planes que tenía en mi cabeza, aun a sabiendas de que ocurriría al final me imaginé un futuro idílico, tu y yo, en una casa de madera, con un perro y dos niños, y todo eso que salen en las películas Yankees. Pero he saboreado la tierra, y ahora tengo la boca llena de gusanos, estoy desnudo cual bebé sale de la madriguera.
Me resigno a vivir de la nostalgia, pero es un yugo agradable, bonito de soportar y que de seguro me ayudará en el futuro.
Nace un nuevo periodo, Epi se ha quedado sin su Blas, el gordo ya no se puede reír del flaco, Adán perdió a su Eva.
Es tiempo de hacer balance, de dar el primer paso a solas, por suerte tu recuerdo será la barandilla que me hará soportar el peso de mi maltrecho cuerpo, el sol que iluminará la oscuridad.
Te lo dije, la inmortalidad solo se consigue a través de los recuerdos, de nuestras acciones, por eso tú aun sigues viva.
Si la última vez que nos vimos te sonreí, era porqué deseaba que la última imagen que tuvieses de mí fuera feliz, alegre como cuando íbamos a pasear a merced de las farolas, como cuando visitábamos exposiciones agarrados de la mano, como cuando debatíamos acerca de cualquier tema, ya sea política, religión o arte. Por eso te sonreí.
Hubo secretos que no supiste, secretos sellados con el más fuerte candado y tirada la llave en altamar. Igualmente nunca te mentí respecto a lo que pensaba. A ti no. Sin embargo hay cosas que deberías haber conocido. Lo siento.
La gente nunca entendió lo nuestro, nunca lo entenderá, era diferente a todo.
Me dijiste que me buscara a otra persona. Don Quijote solo tuvo una Dulcinea. Ahora mismo no tengo ganas y tampoco quiero pelear, he perdido la batalla, aunque sé que queda guerra para largo.
La gente que tengo alrededor me ha arropado como cuando la gallina cubre con sus alas a los pollitos. Estoy bien. Te lo prometo. Saldré adelante.
Tuvo gracia que la última frase que me dijeras fuera “Ad astra per aspera”, parece ser que ha sido nuestro lema.
Todavía escucho nuestra canción.
And so I wake in the morning
And I step outside
And I take a deep breath and I get real high
And I scream at the top of my lungs
What's going on?
Te amo.
Hasta siempre, cuídate.
sábado, 17 de octubre de 2009
Primera premisa
miércoles, 7 de octubre de 2009
jueves, 24 de septiembre de 2009
Hay alguna idea original en mi cabeza
Tengo que ir al médico a que me vea la pierna. Tengo algo, un bulto. He vuelto a llamar al dentista. Lo voy dejando. Si me dejara las cosas de un día para otro, sería más feliz. Me paso el día sin mover este culo de foca. Si no tuviera el culo tan gordo, sería más feliz. No tendría que llevar siempre las camisas por fuera; como si engañara a alguien. FOCA. Debería empezar a correr otra vez. 8 kilómetros al día, pero hacerlo de verdad. O hacer escalada. Tengo que dar un giro a mi vida. ¿Qué tengo que hacer? Tengo que enamorarme. Tengo que echarme novia. Tengo que leer más, cultivarme... Si aprendiera ruso o yo qué sé... O a tocar un instrumento. Podría aprender chino, sería el guionista que sabe chino, y toca el oboe. Eso sería brutal. Debería cortarme el pelo al uno. Dejar de hacer creer a todos y a mí mismo que tengo una mata de pelo... ¡Qué ridículo!
Ser auténtico, una persona segura, ¿no es eso lo que atrae a las mujeres? Los hombres no tienen que ser atractivos. Aunque eso no es verdad, sobretodo hoy en día. Hoy se les exige tanto a los hombres como a las mujeres. ¿Por qué debería creer que tengo que pedir perdón por existir? Quizás sea la química celular. Quizás es eso lo que me pasa, una alteración química. Todos mis problemas y mi ansiedad podrían deberse a un desequilibrio químico o a una serie de sinapsis defectuosas. Tengo que hacérmela mirar. Pero seguiré siendo feo, eso no tiene cura."
lunes, 21 de septiembre de 2009
Inglorious Bastards
lunes, 7 de septiembre de 2009
Relatos Breves nº6: Aquelarre
AQUELARRE
(Inspirado en el cuadro de Francisco de Goya : El Aquellarre o el gran cabrón)
En una tienda de campaña en mitad del profundo bosque un grupo de cinco amigos decide pasar la noche, estos cinco los componen: JAIME, su novia CRISTINA, sus hermanos mellizos PEDRO y ELENA y su amigo ANDRÉS.
JAIME- ¿Lo habeís escuchado?
CRISTINA- ¿El que?
JAIME- Un ruido muy raro.
PEDRO- ¿No habrá sido tu barriga Jaime?
JAIME- Parecía como un grito.
CRISTINA- Calla Jaime, vas a asustar a Elena.
ANDRÉS- Mejor será que apagues la linterna y nos volvamos a dormir, mañana queda mucho trayecto por hacer, y si no dormimos un poco nos cansaremos muy temprano.
PEDRO -Jaime por Dios apaga la linterna.
JAIME -Vale, vale.
Y se volvió a oscurecer la noche.
Al cabo de un rato
JAIME -¿Alguien sigue despierto?
ELENA -Yo,
JAIME -¿Lo has oído?
ELENA -Sí. Tengo miedo.
JAUME -Esta vez estaba más cerca que antes.
ELENA -Parecía un bebe llorando.
JAIME -No, no, esta vez lo he oído mejor, era la voz de una mujer.
PEDRO -Quieres hacer el favor de dormirte.
CRISTINA -¿Otra vez Jaime? Ya esta bien con la broma, que no picamos ¿sabes?
JAIME -Esta vez no he sido el único que lo ha escuchado, Elena también lo ha oído.
ELENA -Si, es verdad.
ANDRÉS -¿Queréis hacer el favor de dormiros? Son casi las dos de la madrugada, y el sol saldrá a las siete y poco, y como no hayamos dormido bien luego estaremos todo el día con sueño.
CRISTINA -¿Jaime?
ELENA -Lo has oído tu también, ¿verdad?
CRISTINA -Sí, pero no se, quizás es el ruido de las hojas cuando corre el viento, y parece como un murmullo de una persona.
ELENA -Yo juraría que es una niña llorando. Tengo miedo.
CRISTINA -Vamos a dormir, mientras antes pasemos la noche mejor.
PEDRO -¿Qué ha sido eso?
JAIME -¿Lo has oído?
PEDRO -Sí y lo he notado justo aquí al lado.
ANDRES -Venga...¿qué pasa hoy? ¿no tenéis sueño?
PEDRO -Esta vez lo he oído Andrés, no se si era una persona o qué pero era un sonido muy raro, y ha pasado muy cerca de aquí.
JAIME -¿Estamos todos despiertos?
CRISTINA -Sí.
ELENA -Sí yo también lo he oído, creo que es una niña que grita “¡Ayuda!”.
ANDRES -¡Ala! Y también pedía una hamburguesa doble de queso.
JAIME -No se muy bien que decía, pero esta claro que aquí pasa algo.
CRISTINA -Madre mía, quiero volver a casa.
PEDRO -¡Jaime por Dios apaga la linterna!
ANDRES -A ver, seamos razonables, estamos en una pequeña zona despejada de un bosque que es inmenso, estamos a 3 días de la civilización, ¿qué esperaís encontrar aquí?
ELENA -Quizás es el fantasma de una niña y quiere matarnos.
CRISTINA -¡Calla!
ANDRES -¿Qué tienes 15 años? Seamos razonables, seguramente esos ruidos los produce el bosque mismo, y sino un animal. Pero si nos tenemos que poner a pensar en fantasmas. Lo mejor será dormirnos y ya mañanas nos reiremos de esto.
PEDRO -Sí tienes razón, habrá sido un animal.
ELENA -¡Ah!
PEDRO -¡Apaga la linterna!
CRSITINA -Jaime por favor no habrás la tienda, por favor.
PEDRO -Esta aquí.
ANDRES -Esta vez lo he oído, debe ser un búho.
CRISTINA -¡Jaime ni se te ocurra salir!
JAIME -No veo nada.
CRISTINA -Mete la cabeza otra vez para dentro.
ANDRES -Es un búho.
ELENA -Es la niña, busca a su mamá.
JAIME -Cristina me vas a ahogar, tranquila, no hay nadie cerca.
PEDRO -Callar.
CRISTINA -Por favor, por favor…
PEDRO -¡Calla!
JAIME -Son más de uno.
CRISTINA -Vamonos de aquí, vámonos a casa.
PEDRO -No tenemos que quedarnos, si salimos ahora nos perderemos y lo que es peor seguramente nos caigamos por algún barranco.
ANDRES -Venga hombre, que es un búho. Anda, déjame la linterna, que voy a ver si la niña que pide ayuda necesita una hamburguesa.
JAIME -Andrés no seas loco, no vayas.
CRISTINA -No nos separemos.
PEDRO -¡Andrés!, ¡Andrés!
ELENA -¿Aquí moriría alguna niña?
JAIME -Alguna niña no sé, pero un compañero de trabajo dice que aquí vienen sectas satánicas a hacer reuniones bajo la luna.
PEDRO -Creo que has visto mucho La bruja de Blair.
ELENA -Hoy hay luna llena.
PEDRO -Serán hombre lobos entonces, niñas que se transforman en lobas.
CRISTINA -¡Calla de una vez!
JAIME -Cariño no te preocupes, que no pasa nada, yo creo que seguramente es un cazador, o quien sabe quizás un grupo de excursionistas como nosotros que se ha perdido.
CRISTINA -¿Tu crees?
JAIME -Claro que mi amor.
PEDRO -Dudo mucho que un grupo de excursionistas vaya por el medio de la montaña a las 3 de la madrugada.
ELENA -Si que tarda Andrés.
CRISTINA -¿Y si le ha pasado algo?
JAIME -Conociéndolo estará escondido en un árbol para darnos un susto.
PEDRO -Voy a salir a ver si lo veo cerca.
CRISTINA -No Pedro no salgas.
PEDRO -No me alejaré más de un metro de la tienda, si veo algo os aviso.
JAIME -Vale, espera que te doy la otra linterna.
ELENA -¿Pedro?
PEDRO -¿Sí?
ELENA -¿Ves algo?
PEDRO -No veo nada, pero sé de dónde vienen los sonidos, de arriba de la montaña. Ahora se escucha mejor, parece que cantan o algo similar.
CRISTINA -Dios mío, vámonos Jaime.
JAIME -Lo mejor que podemos hacer es quedarnos aquí hasta que amanezca.
ELENA -¿Y Andrés?
PEDRO -Habría que ir a buscarlo, quizás se ha perdido cuando se adentraba un poco al bosque.
CRSITINA -Ya volverá, tenemos que esperarle.
JAIME -Cris tiene razón, lo mejor será esperar al amanecer que tendremos mejor visión.
ELENA -Quizás está en peligro…
PEDRO -Voy a ir a buscarlo.
CRSITINA -¡No!
ELENA -Yo te acompaño.
JAIME -No Elena, quedaos.
ELENA -¡Suéltame! Enseguida volvemos, si vemos algo raro gritaremos.
CRISTINA -No, por favor…por favor, no…
Un buen rato después en la tienda.
JAIME -Mierda.
CRSITINA -Dios, por favor, tengo mucho miedo.
JAIME -¿Por qué tardan tanto?
CRSITINA -Quiero volver a casa, quiero volver a mi cama.
JAIME -Como nos estén gastando una broma se van a enterar.
CRISTINA -Mama…
JAIME -Por Dios Cristina, que asco, has pringado todo el saco de dormir, tranquilizate, no pasa nada, ya verás como no es más que una broma de mal gusto.
JAIME -Cambiate de ropa o se te quedará el olor.
Muy bien, tranquila, ves, ya estas mejor. Ponte las zapatillas te notarás más segura.
Voy a sacar el saco fuera de la tienda para que se vaya el olor.
Ven, abrázame, ¿mejor así?
CRISTINA -Sí, gracias.
CRISTINA -Es que nunca van a callar las voces. ¡Parar ya!
JAIME -Tranquila, tranquila, todo se arreglará, estamos juntos, no pasara nada si no nos separamos.
CRISTINA -Jaime me quiero ir.
JAIME -Bueno, si quieres nos podemos alejar de las voces, vamos en contradirección un rato, y ya mañana cuando amanezca volveremos, y ya verás como todo habrá sido un mal sueño.
CRISTINA -Me quiero ir a casa…
JAIME -Venga va, coge la linterna, caminar nos ayudará a despejarnos un poco.
JAIME y CRISTINA caminaron ladera abajo en silencio, hasta que algo les sobresaltó.
CRISTINA -¡Ah!
JAIME -Mierda.
CRISTINA -Vámonos Jaime, por favor.
JAIME -Era mi hermana.
CRISTINA -No, no, vámonos, no era tu hermana.
JAIME -Que sí, era Elena, no te acuerdas que dijo.
CRISTINA -No sabemos que hay arriba, tal vez era la niña que hablaba tu hermana.
JAIME -Tengo que subir.
CRISTINA -No…por favor.
JAIME -Quédate aquí quieta, ahora volveré a por ti.
CRISTINA -No me abandones…
JAIME dejó atrás a su novia y se fue montaña arriba en dirección adónde había sonado el grito.
JAIME -¡Ah!
PEDRO -¡Ah!
JAIME -¿Y Elena?
PEDRO -Corre.
JAIME -¿Y Elena?
PEDRO -Corre, no pares, no pares.
JAIME -¿Adónde vamos?
PEDRO -Adonde sea, tu no pares, corre. Nos va alcanzar.
JAIME -Pedro, para, explicame que pasa.
¡Pedro!
¡Pedro!
JAIME se quedó de nuevo en el bosque, por primera vez estaba en silencio total, ya no se escuchaba nada, únicamente el latido de su corazón.
JAIME -¿Pedro?
¿Elena?
¿Pedro estas ahí?
¿Cristina? ¿Cris?
¿Hay alguíen ahí?
¡¿Cristina?!
Dios, ¿qué pasa?
Algo se acercó a él.
JAIME -¿Quién eres?
EXTRAÑO -Aquel que tiene muchos nombres y a la vez ninguno.
JAIME -¿Y mis amigos?
EXTRAÑO -Muertos.
JAIME -¿Qué has hecho?
EXTRAÑO -Los he matado, gritaban mucho.
La luna se posó sobre el ser extraño, era raro, jamás había visto algo tan hermoso, tenía la piel pálida sin ninguna mancha. Su rostro era bondadoso, sus manos parecían como la seda, se vestía con un traje negro de buena costura, y sus ojos…parecían fuego.
JAIME -¿Qué demonios eres?
EXTRAÑO -Ja, tiene gracia esa pregunta.
JAIME -Te mataré.
EXTRAÑO -¿Con una piedra? No chico, mi destino ya esta escrito. Dentro de poco vendrán a por mí y me encadenaran durante mil años en una fría celda dónde jamás nadie antes ha sufrido tanto. Luego me soltaran durante un corto espacio de tiempo, y te aseguro que lamentarán mucho hacerlo. Y al final el alfa y el omega me matará.
Pero esta claro que tú con tu ridícula piedra no me harás nada.
JAIME -Eres un fantasma, no existes. Dentro de poco me despertaré.
EXTRAÑO -Sí, muchas veces me siento como un fantasma, como un espectro de lo que fuí, antes tenía mucho más poder, desde arriba controlaba a mis anchas la tierra y me reía de vosotros. Pero me echaron como un perro, aquí junto a vosotros.
JAIME -¿Qui…Quién te echó?
EXTRAÑO -¿Acaso no está escrito ya en el libro de la vida? Eres un ignorante, está claro, todos los sois. Ya se lo dije solo te sirven por su propio interés, pero no me quiso hacer caso, no me creía, pero yo se la realidad, sois todos unos egoístas, solo pensáis en vosotros mismos, pero aun así hay algunos que se resisten, malditos sean ellos.
JAIME -¿De que me estás hablando? ¿Dónde están mis amigos?
EXTRAÑO -Y lo peor su hijo, le dije que le daba todo el poder de
JAIME -Déjame, por favor.
EXTRAÑO -Nadie me puede ver, todo el que bebe de mi luz debe perecer. Soy dios.
sábado, 5 de septiembre de 2009
Retratos 1, 2, 3
1. Keren
( Para verlo en grande: http://img269.imageshack.us/img269/2606/26335006.jpg )
(Para verlo en grande: http://img248.imageshack.us/img248/811/59760372.jpg )
lunes, 31 de agosto de 2009
Me cago en mis viejos (II)
A los que no conozcaís aun el relato, mencionaros que el año pasado ya se publicó la primera parte, que podeís leer en mi blog :
http://thefreakcircus.blogspot.com/2008/08/me-cago-en-mis-viejos-primera-parte.html -> 1-15
http://thefreakcircus.blogspot.com/2008/08/me-cago-en-mis-viejos-segunda-parte.html -> 16-31
Esta segunda parte de Me cago en mis viejos me atrevo a decir que ha sido mejor que la primera.
Pero bueno que cada uno saque sus propias conclusiones.
Los dibujos por cierto son de Eduardo Estrada.
Me cago en mis viejos (II)
1
Os diré que en septiembre volví a catear la selectividad. Que en octubre fui a buscar curro a una ETT. Que en diciembre me proporcionaron uno de camarero para el que había que hacer un curso obligatorio. Que me descontaron la mitad de lo que gané en las comidas de empresa de Navidad para pagar el curso de los cojones. Que en enero se acabó el curro. Que me pasaba el día mirando al techo. Que mi apatía provocó en casa una bronca histórica. Que di un portazo y me largué. Que pasé una semana a la intemperie. Que enfermé. Que volví al hogar. Que según el médico había caído en un estado de estupor. Que busqué estupor en el diccionario y significaba "disminución de la actividad de las funciones intelectuales, acompañada de cierto aire o aspecto de asombro o de indiferencia". Que me inflaron a pastillas. Que mi vieja se levantaba llorando y se acostaba llorando. Que mi viejo, recién prejubilado, padecía por su parte "estados de ansiedad" ("angustia que suele acompañar a muchas enfermedades"). Que publicaron Me cago en mis viejos y ni me enteré por culpa de la disminución de la actividad de las funciones intelectuales. Que unos me acusaron de imitar a Bukowski y otros a Salinger. Que los comparé y eran incompatibles. Que los canutos empezaron a caerme como el culo. Que las birras también. Que la peña me mataba de asco. Que las mañanas eran negras, las tardes negras y las noches negras. Que atravesar un sábado era como atravesar una esquela. Que un día estaba viendo por la tele una publicidad de cereales y me eché a llorar. Que mi vieja preguntó por qué lloraba y le dije que porque me daba mal rollo esa señora que no podía cagar si no comía fibra. Que mi hermana se separó de su marido. Que mi sobrino, el hombre invisible, parecía también atacado por un estado de estupor. Que nos íbamos todos a la mierda, igual que el país. Y que entonces, en medio del naufragio, llegó un día mi hermana a casa, abrió violentamente la puerta de mi cuarto, me señaló con el dedo y gritó: Si no eres capaz ni de trabajar ni de estudiar, te vienes a vivir conmigo, me ayudas con tu sobrino y dejas de hacer desgraciados a tus padres.
2
Así que me mudé a casa de mi hermana y compartí habitación con mi sobrino, el hombre invisible, porque el piso no daba para más. Ella se levantaba a las siete, se maqueaba y se marchaba al curro. Entonces me levantaba yo, despertaba al hombre invisible, le obligaba a lavarse, a vestirse, a desayunar, y lo llevaba al colegio (¡de la mano!). Al volver, me metía en el sobre y permanecía en estado de estupor un par de horas. Luego hacía la casa de acuerdo a un orden muy estricto que mi hermana había apuntado en un papel. Los lunes esto, los martes esto, los miércoles esto? Ningún resquicio para la creatividad. El lunes era el peor día porque había que pasar la aspiradora. Su ruido me rayaba. La separación había convertido a mi hermana en una puta ama a la que yo obedecía como un puto esclavo. Me ordenó que dejara de decir tacos delante de ella y dejé de decir tacos delante de ella, que dejara de fumar y dejé de fumar, que telefoneara de vez en cuando a mis viejos, para ver cómo estaban, y telefoneaba de vez en cuando a mis viejos para ver cómo etcétera.
Al mediodía, un día sí y un día no, iba al mercado y hacía la compra de acuerdo a una lista también muy rígida. Por la tarde recogía al hombre invisible, volvíamos a casa, le preparaba la merienda y le ayudaba con los deberes hasta que llegaba mi hermana, sobre las siete. Me enseñó a cocinar cuatro cosas básicas y tenía que preparar todos los días la cena para los tres, además de la comida para mí. Cuanto más sumiso me volvía yo, más dura se volvía ella. Pasado un mes, me ordenó que dejara de tomar las pastillas. Te atontan, dijo, haces las cosas como un autómata. Es que quiero ser un autómata, dije yo. Tonterías, dijo ella cogiendo los frascos y tirándolos a la basura. Me puse a llorar y ella dijo que si no me daba vergüenza llorar delante del crío y yo me sorbí los mocos y continuamos los tres cenando en silencio, con el ruido de la tele de fondo. Al poco, mi hermana dijo que me habían salido muy bien las croquetas y el hombre invisible le dio la razón y yo les di las gracias a los dos. Y sonó el teléfono y era mi vieja y mi hermana le dijo que me salían muy bien las croquetas.
3
Los días pasaban uno detrás de otro, enganchados, como los vagones del metro, y el de delante tiraba del de detrás. El martes se dejaba arrastrar por el lunes, el miércoles por el martes, el jueves por el miércoles... Yo iba dentro de los días, pero al mismo tiempo estaba fuera de ellos y los veía pasar conmigo dentro. Me veía pasar y me decía adiós. Mientras hacía las camas o limpiaba el polvo pensaba en la vida, en mis colegas del instituto, casi todos ahora en la universidad, y me parecía que habían pasado siglos desde el año anterior. Probé a poner la tele para sentirme menos solo, pero la gente que salía en la tele por las mañanas me daba miedo. La radio también me daba miedo. Y la música. Al final hacía las cosas en silencio, o acompañado por los ruidos de mi calavera (crac, crac, crac...).
Entonces, un día llegó mi hermana a casa con un perro pequeño, un cachorro, para el hombre invisible. Y para ti también, añadió mirándome con pena. El hombre invisible y yo observamos al animal con estupor (o sea, con una disminución de la actividad de las funciones intelectuales) y fingimos alegrarnos. Como había que bautizarlo, buscamos en Internet nombres de perros y los había a cientos, colocados por orden alfabético, casi todos de dos sílabas (Aisa, Anuz, Aska, Bian, Basai, Bena, Buna, Candy, Duna, Ela?). Ninguno nos decía nada. El hombre invisible sugirió de repente que lo llamáramos Dedo, sin explicar por qué, y el animal se quedó con Dedo (el dedo que le meten a uno por el culo, pensé yo).
Esa noche, en la cama, recordé un episodio de infancia. Tendría yo la edad del hombre invisible cuando mi vieja me regaló un pez para que me acostumbrara, dijo, a tener responsabilidades. Responsabilidades significaba darle de comer, cambiarle el agua y limpiar la pecera. A veces le salían de la tripa unos hilos negros y delgados, como intestinos, que resultaron ser mierdas. Me daba un asco de la ostia el pez de los cojones, así que una noche me levanté, fui al salón y lo saqué del agua. El bicho comenzó a agitarse sobre la mesa y en una de esas fue a caer al suelo, donde siguió botando. Continuará.
4
Decíamos que el pez saltaba como un desesperado, asfixiándose, supuse yo. Serían las cuatro o las cinco de la madrugada, no sé, y ahí estábamos el animal y yo, él agonizando y yo observando su agonía desde aquella estatura asesina de ocho o nueve años. Por donde pasaba, dejaba un pequeño rastro de agua, unas huellas, las huellas del crimen. Y golpeaba el parqué con furia produciendo un toc-toc que a mí me parecía que acabaría despertando a mis viejos. Entonces, me aguanté la respiración para agonizar con él, ya ves tú qué gesto de solidaridad tan gilipollas, y pasó una eternidad y volví a coger aire y el pez continuaba agitándose con la misma desesperación, y me pareció escuchar un ruido procedente del dormitorio de mis viejos, y metí al animal corriendo en la pecera, y apagué la luz, y corrí a mi cuarto, y me metí en el sobre, y me hice el dormido, y al poco sentí entrar a alguien, a mi vieja, que se acercó y me tocó la frente, y se inclinó para besarme, y luego hizo algo que no vi (quizá me vigilaba en silencio para ver si estaba dormido de verdad), y por fin se marchó cerrando la puerta.
Fue una experiencia acojonante, mi primer trato directo con la muerte, con la crueldad, con la barbarie, que diría mi viejo (le vuelve loco esta palabra, barbarie). El caso es que se estableció entre el pez y yo una complicidad extraña, la del verdugo con la víctima, qué otra. Durante los siguientes días le cambié el agua a menudo, para compensar, y le di de comer a las horas y en las cantidades que decían las instrucciones, porque había venido con instrucciones, fíjate. Pero el bicho continuaba cagando y un día, por la tarde, al volver del cole, estaba yo comiéndome mis chokocrispis delante de la tele, y se puso a cagar, y vi aquella mierda colgando de su vientre y se me quitaron las ganas, y vomité, y esa misma noche volví a levantarme, y volví a sacarlo de la pecera, y volví a dejarlo sobre la mesa, y me fui corriendo a la cama, y me dormí, y al día siguiente el pez estaba muerto sobre el parqué, y al verlo me puse a llorar, y mi vieja me consoló, y me prometió que me compraría otro. Mañana más.
5
El segundo pez lo envenené echando en el agua unas porciones mínimas de detergente, de modo que un día amaneció nadando de lado, como si le pesara más una parte del cuerpo que la otra, y a las pocas horas palmó. Yo fingí pena, pero la fingí mal porque mi vieja me miró de un modo raro, como si hubiera descubierto en su hijo algo que no estaba previsto en el diseño original. Fue una mirada que duró más segundos de lo normal, una mirada en la que había desconcierto, confusión, quizá pánico. Yo sentí pánico también (de mí, creo, más que de ella) y volví a echarme a llorar. Entonces mi vieja dejó de mirarme de ese modo y me abrazó, pero algo se fue a la mierda entre ella y yo en aquel instante. No hubo más peces de colores, nunca, y a mí no me gusta el pescado.
Al poco de la llegada de Dedo, una mañana, de camino al colegio, el hombre invisible me preguntó cuánto vivía un perro. Le dije que 13 o 14 años, a veces quince o 16 (es lo que había leído en Internet), y echó cuentas de los años que tendría él cuando Dedo se muriera. ¿Sabes cuántos años tendré yo cuando te mueras tú si te mueres a los 70?, preguntó luego. ¿Y por qué me tengo que morir a los 70?, dije. Porque mucha gente se muere a esa edad, dijo él. ¿Y si te mueres tú antes que yo?, dije yo. No es normal, dijo él. No es normal a menos que acabe contigo de una hostia, dije yo.
Al volver a casa Dedo se había cagado en el pasillo. Con el estómago en un puño, porque no soporto las mierdas, sean de pez o perro, le acerqué el hocico a la plasta, gritándole, y luego lo saqué a la calle, pero no hizo nada el cabrón. Ya en casa, buscando en Internet algún modo de enseñarle a hacer sus cosas fuera, tropecé con un truco para que aprendiera a hacerse el muerto. Entonces volví a acordarme de los peces de mi infancia y me pregunté si sería capaz de cargarme también a Dedo. Mientras me respondía, preparé una tortilla de patatas para la cena. Al hombre invisible le gustaba sin cebolla, pero yo la disfrazaba de tal manera que ni se notaba. Mientras cortaba la cebolla me eché a llorar y mientras lloraba no podía dejar de pensar en el modo de acabar con Dedo. Puto animal.
6
Si te dedicas a hacer camas o a limpiar el polvo, actividades mecánicas para las que no es preciso utilizar el cerebro, puedes escuchar mientras curras los movimientos de las ideas en el piso de arriba, en la cabeza. Así que aquel día, mientras sacaba brillo a los azulejos del cuarto de baño, sentí dar vueltas alrededor de mi cráneo, como un pez alrededor de la pecera, a la idea de acabar con Dedo, de matarlo. Entonces comprendí que al dejar de tomar las pastillas para el estupor habían regresado intactas mis funciones intelectuales, lo cual era bueno y era malo. Bueno, porque volvía a estar despierto; malo, porque despierto, como se ve, yo era un mal tipo, una alimaña.
Cuando la alimaña acabó de limpiar los azulejos y salió del baño, por poco pisa una mierda que Dedo se había hecho en medio del pasillo. La alimaña tomó un trozo de papel higiénico, la recogió, la arrojó al váter, y tiró de la cadena (qué invento, el de la cadena). Después agarró a Dedo por el pescuezo, lo puso a la altura de sus ojos y se cagó en sus muertos. Al principio, el animal creyó que quería jugar, pero cuando comprendió que la cosa iba en serio, comenzó a gemir de un modo que quizá le habría partido el alma a un tipo normal, no a una alimaña. A mí, de hecho, me cabreó más, de modo que lo dejé caer y al llegar al suelo salió corriendo y se escondió aullando debajo de una cama.
El resto del día fue raro. Preparé la comida para mí y la cena para los tres con la indiferencia de un robot, o sea, que me introduje los alimentos en la boca con el espíritu del que echa gasolina al buga. Mastiqué a pilas. Recogí al crío del colegio de manera mecánica y mecánicamente regresamos a casa. Mientras tanto, la idea de asesinar a Dedo excavaba galerías, como una lombriz, en mi materia gris. ¿Pero qué responsabilidad tenía yo, el robot, en esa determinación que a medida que transcurrían los minutos era más fuerte, aunque no sé si más atractiva? ¿A ti qué te parece el perro?, pregunté al hombre invisible. El crío levantó la cabeza de su tazón de cereales, me miró de forma también algo robótica y dijo: Pues qué me va a parecer, un animal.
7
Los fines de semana los tenía libres, pues mi régimen laboral era el de una interna. ¿Pero adónde ir? ¿Y con quién? De modo que me quedaba en casa y aprendía nuevas recetas de cocina o nos íbamos los tres al parque. Adonde fuéramos, teníamos que llevarnos a Dedo, pues si se quedaba solo mordía las patas de las mesas y destripaba las almohadas y se meaba en el sofá. Mi hermana estaba arrepentida de haberlo metido en casa, pero no lo admitía. En vez de eso, hablaba de lo educativo que resultaba para un niño ocuparse de un animal. Pero si al hombre invisible, le dije, el perro se la trae floja. Porque tú no ayudas a que le guste, dijo ella, y deja de llamarle el hombre invisible, que tiene nombre.
¿No te gustaría que Dedo se muriera?, pregunté al hombre invisible aquella noche. Por un lado sí y por otro no, dijo él, parecía un político. ¿Por qué lado sí y por qué lado no, gilipollas?, insistí yo. No sé, es un modo de hablar, concluyó él. Había escuchado la frase "es un modo de hablar" en algún sitio y la empleaba para salir de todas las encerronas, qué cabrón.
El caso es que cuando íbamos los tres al parque parecíamos un matrimonio. La idea de estar casado con mi hermana y de que el hombre invisible fuera hijo mío me rayaba mazo. Pero también me molaba, o sea, que por un lado sí y por otro no, como el hombre invisible con el perro. Yo había tenido de pequeño muchas fantasías sexuales con mi hermana, aún las tenía, lo que me ponía mal cuerpo, pero cómo escapar. Me montaba con ella unas historias demenciales, de partirse la caja si no fueran para llorar. Un día, en el parque, mientras mirábamos cómo se deslizaba por el tobogán el hombre invisible, me pregunté si yo tendría un día una mujer y un hijo y un perro. Me contesté que no: no tendría un perro porque los animales cagan y me dan mal rollo; ni un hijo porque los hijos también cagan y me dan mal rollo; ni una mujer porque las mujeres cagan también, pero sobre todo porque yo nunca sería capaz de ganarme la vida. Un buen cocinero, dijo mi hermana entonces, como si me hubiera leído el pensamiento, puede ganar mucho dinero. ¿Y a qué viene eso?, dije yo. A nada, dijo ella.
8
Hablemos del piso de arriba. Yo llamo piso de arriba a la cabeza. Hay pisos de arriba ocupados por gente normal y cabezas ocupadas por ideas normales. Pero también hay vecinos chungos e ideas rayantes. Las ideas que viven en mi cabeza son jodidas de verdad, se pasan el día dando golpes, clavando clavos, gritando como locas. Así que estoy viendo la tele tan tranquilo (lo de tranquilo es un decir), cuando escucho un golpe en el piso de arriba. Ahí está la puta idea, me digo, no tendrá otra cosa que hacer la cabrona. Intento seguir viendo la tele como si nada, pero la idea ?pum pum, pum pum? va de acá para allá. Es la idea de matar a Dedo, que se ha instalado definitivamente en mi mollera. Me dan ganas de subir y protestar. Oiga usted, idea de mierda, ¿no ve que está prohibido hacer ruidos a estas horas? Pero me aguanto, qué le vamos a hacer, no se han inventado unas escaleras para subir a la cabeza. Ajo y agua, que decía el otro. Pero cuando me he acostumbrado a esa idea, suena el timbre en el piso de arriba, se escucha un taconeo (vaya tabiques de mierda), luego el ruido de una puerta y entra en mi cabeza otra idea, amiga de la anterior, y montan una fiesta. La idea nueva, de contenido más bien guarro, tiene que ver con mi hermana, que en ese momento atraviesa el salón prácticamente en bolas, como si el hombre invisible, que está a mi lado, y yo no existiéramos. ¡Ponte algo encima, coño, que no vives sola!, le grito, y ella me mira con una sonrisa incrédula, como si yo fuera un estrecho. Me dan ganas de cogerla de la mano y subirla a mi cabeza, y dar una patada a la puerta y enseñarle las ideas que tengo por vecinas. En vez de eso, sugiero que quizá tendría que volver a tomar las pastillas, pues prefiero el estupor y la disminución de la actividad intelectual a este trasiego de ideas enloquecedoras. De volver a las pastillas, nada, dice ella en bragas y sujetador, no quiero que andes como un zombi. El hombre invisible me mira con una intensidad que duele, como si en su piso de arriba hubiera también unos vecinos de mierda. Mi hermana está en otra, no se entera de nada, no se cosca la tía. El perro, a lo suyo, comiéndose una puta zapatilla.
9
Al día siguiente, después de llevar al hombre invisible al colegio y de sacar a Dedo, a ver si aprendía a cagar de una vez en la puta calle, subí a casa y me metí en el sobre y me hice una bartola, pero no porque quisiera hacérmela, lo juro, sino porque se empeñó en que me la hiciera la jodida idea que se había instalado en mi cabeza en el instante en el que mi hermana había atravesado el salón en bragas y sujetador. Intentaré aclarar esto: si lo de la bartola hubiera sido una idea mía, la habría reconocido, quizá con problemas, quizá sin ellos, no sé, pero habría admitido que yo era el padre de la idea. El problema es que yo no tenía ideas propias acerca de nada: no sabía qué hacer conmigo, ni con mi vida, ni con el hombre invisible, ni con mi hermana, ni con mis viejos, ni, por lo que se ve, con mi polla...
Aún con el bajón en el que me había sumido aquel orgasmo no deseado, y víctima de otra idea okupa, esta vez de carácter criminal, fui al cuarto de baño y saqué del botiquín unas cápsulas de antibióticos caducados. Tomé una de ellas, la abrí, la vacié, e introduje en el lugar del antibiótico los primeros polvos detergentes que encontré en la cocina. Mientras llevaba a cabo estos preparativos, Dedo me observaba desde el suelo con una mirada idéntica a la del hombre invisible, una mirada de huérfano en busca de padre. Que no soy tu padre, gilipollas, soy tu asesino, le grité para que dejara de mirarme, y el animal movió el rabo y me lamió los pies, como si le hubiera dicho olé tus cojones.
Para que os hagáis una idea, Dedo era un labrador, o sea, el perro que utilizan las marcas de productos suavizantes para mostrarnos cómo quedan las toallas. Quiero decir que todo en él estaba pensado para conmover al personal. Por si fuera poco, es asimismo el perro que utilizan los ciegos a modo de lazarillo. Pero a mí todo eso me la traía floja, y al hombre invisible, por lo que yo había podido observar, también. Así que tras esa primera cápsula preparé otra y otra más, hasta llegar a media docena. Tras meterlas de nuevo en el frasco de los antibióticos, que oculté en mi mesilla de noche, comencé a hacer la casa. Era lunes, tocaba aspiradora.
10
Sería capaz de liquidar a Dedo como en otro tiempo había liquidado a los peces que me regaló mi vieja? Cuidado, tío, que estamos hablando de un mamífero, me dije, de una bestia que ha salido, como tú, del vientre de su madre, que se ha agarrado a sus pezones, que ha mamado su leche, un animal que sangra, que llora, que se alegra... Pero estamos hablando también de un bicho, añadí, que se caga donde le sale de, y que te sigue a todas partes y al que has de cuidar tú, tú, tú, que no sabes ni cuidar de ti mismo. Entonces sonó el teléfono, lo cogí y era mi vieja. Me llamaba desde el curro. Que qué tal, dijo. Bien, dije yo. Qué tal tu sobrino, continuó. Bien también, continué yo. Qué tal tu hermana. Estupendamente. Luego hubo un silencio mortal, siempre los había porque no teníamos nada que decirnos. Y qué tal Dedo, dijo al fin. Aquí, comiéndose una zapatilla, respondí yo...
Mi vieja se sentía culpable no tanto de haberme echado de su casa, porque no me había echado, la verdad, pero sí de haberme dejado ir. Yo, aunque alimentaba esa culpa, la comprendía. Bastante tenía la pobre con atender a mi viejo, que cayó tras la prejubilación en un estado de estupor al lado del cual el mío era una gilipollez. Pero con el transcurrir de los días y de las semanas ocurrió algo de lo que estuve a punto de no coscarme, entre otras cosas porque trataron de ocultarlo. Y lo que ocurrió fue que mi ausencia les había sentado de puta madre. Al poco de que yo desapareciera de su casa, ellos comenzaron a rehacer sus vidas. Es cierto que trataban de disimularlo, pero el buen rollo canta mucho. Y tenían un buen rollo que te cagas. Eran felices. Mi viejo, que se había puesto a escribir unas memorias, recogía todos los días a mi vieja del curro y se tomaban una birra con aceitunas por ahí antes de volver a casa. Y los viernes iban al cine o al teatro, y a cenar con los colegas. Y si los telefoneabas, siempre escuchabas de fondo alguna canción. Hostias, tú, eran dichosos desde que yo había desaparecido. ¿Te acuerdas de los peces que me regalaste de pequeño?, pregunté entonces. Claro, dijo mi vieja. ¿De qué murieron?, pregunté. No sé, dijo ella tras un silencio alarmante.
11
El hombre invisible era una bomba. Ni se enganchaba al ordenata ni tenía colegas ni le molaba la bollería industrial. Tampoco era un fanático de los dibujos animados ni un amante del mundo animal (daba una patada a Dedo cuando el perro intentaba hacerle una gracia). Estaba jodido, pero no salía de su boca un ay. Tampoco su comportamiento delataba nada raro. Al contrario, parecía un crío dócil, tranquilo, disciplinado, obediente. Demasiado dócil, demasiado tranquilo, demasiado disciplinado, demasiado obediente. Mi hermana no se coscaba de la situación porque también a su vida, como a la de mis viejos, había llegado la felicidad, ah, ah, ah. Canturreaba por toda la casa y se tuneaba la jeta cantidad. Además, se había comprado ropa interior nueva (no preguntéis por qué lo sabía). Total, que había ligado con un tipo del trabajo, un jefe. Se volvía de espaldas para hablar por teléfono, como si volviéndose de espaldas el hombre invisible y yo no nos pispáramos de nada, y vomitaba esas risitas mariconas que proporciona la dicha tonta. Al colgar, se daba la vuelta muy seria, como si hubiera hablado con el frutero, pero llevaba escrito el gusto en todos los pedazos de su cara.
El ex de mi hermana se había ido a vivir a Barcelona, por razones de trabajo, o eso dijo. El caso es que fue espaciando primero sus visitas a Madrid y luego sus llamadas, hasta convertir al hombre invisible, técnicamente hablando, en un huérfano. Excepto cuando estaba en el colegio, el crío se pasaba la vida a mi lado, mirándome desde su estatura con los mismos ojos de desamparo que el perro. Que te vas a quedar sin bisagras, le decía yo. ¿Qué bisagras?, preguntaba él. Las que unen la cabeza al cuerpo, imbécil, le respondía yo. Le mandaban la hostia de deberes al pobre, pero a mí, la verdad, me entretenía ayudarle. Leía cada lección antes de explicársela y aprendía un huevo, más de lo que había aprendido nunca de estudiante. Mi hermana babeaba de placer al vernos tan unidos. No tenía ni idea de lo que ocurría por debajo. Lo que ocurre por debajo siempre es jodido. A veces, lo que ocurre por encima también.
12
De un día para otro, Dedo dejó de cagarse en el pasillo y empezó a cagarse en la calle. Curiosamente, dejó de hacérselo en casa cuando estaba a punto de administrarle la primera cápsula con detergente envuelta en un poco de carne picada: una albóndiga de veneno, como el que dice. Las muertes por envenenamiento, según había visto en Internet, eran lentas, pero seguras, y sus síntomas despistaban cantidad. Muchas criadas habían acabado así con sus señoras en otras épocas. Hoy, la autopsia descubriría el rastro del veneno. Ahora bien, ¿a quién se le ocurriría hacerle la autopsia a un perro? Fue un alivio suspender (o quizá retrasar) el crimen, porque ya he dicho que no se trataba de una idea mía, sino de una idea que había okupado ilegalmente mi cabeza. Vale que a mí me daban asco sus mierdas (todas las mierdas, incluso las mías, me dan asco), pero eso no habría sido motivo suficiente para acabar con él. He pensado mucho en esto, y en la muerte de los peces, llegando a la conclu de que ni quise matar a los peces ni me volvía loco la idea de asesinar a Dedo. Me quería matar a mí. La idea de matarme sí que era propia. Desde crío, había enmascarado la idea del suicidio con la idea del crimen... Pero dejemos esto por ahora porque me raya cantidad.
El caso es que Dedo, por casualidad o porque se olió la tostada, comenzó a hacer sus cosas en la calle, lo que le salvó momentáneamente de morir envenenado. Digo momentáneamente porque era una carga insoportable. Había que sacarlo a pasear tres veces al día. Como el hombre invisible, que estaba raro de cojones, me pidió que no fuera con el perro al colegio, pues prefería que sus compañeros no lo vieran, a esas tres salidas tenía que sumar la de llevar al crío al cole y la de recogerlo. Y hablando de recoger críos, lo peor de sacar al animal era recoger sus mierdas con esas bolsitas de plástico a través de cuyas paredes se siente el calor del excremento recién hecho, también su textura. Para protegerme de aquella peste, contenía la respiración al agacharme. De todos modos, cuando el perro cagaba yo miraba a mi alrededor y si no veía moros en la costa dejaba la mierda en la puta calle.
13
Lo único que me enrollaba era cocinar. Proyectaba un plato, extendía las materias primas sobre la encimera, tomaba las herramientas de trabajo y me ponía a ello como si no tuviera otra cosa que hacer en la vida. La dieta del hombre invisible, que hasta mi llegada sólo comía espaguetis con tomate, arroz blanco, huevos fritos y filetes con patatas, mejoró cantidad. Si hacía carne estofada, compraba la pieza de carne entera y la cortaba yo mismo, sobre una tabla, con un cuchillo que parecía un bisturí. Me molaba cortar la carne y despiezar los pollos. El pescado prefería que me lo prepararan en el mercado, pues me daba mal rollo llevarlo entero a casa (por supuesto, ni lo probaba). Flipaba mazo también lavando las verduras, pelando patatas, quitando las hebras a las judías verdes? Poco a poco, había ido aprendiendo recetas nuevas en Internet y cada día experimentaba cosas nuevas. Mi hermana, cuando se llevaba la cuchara a la boca, le decía al hombre invisible: Tu tío tiene un don.
Y mientras cocinaba vigilaba las ideas que entraban y salían de mi sesera intentando diferenciar las propias de las ajenas. Prácticamente eran todas ajenas. Un día que estaba preparando un pollo al ajillo, mientras palpaba el cuerpo del animal en busca de una articulación en la que meter el cuchillo, apareció en mi cabeza una pregunta que había viajado allí desde el vientre, o sea, que era mía, pues las preguntas que brotan en los intestinos son más de uno que su jeta. Tenía seis palabras la jodía pregunta: ¿Estoy yo hecho de ideas ajenas? La duda de no estar hecho de mí mismo hizo que me tambaleara. Recuerdo que dejé el cuchillo a un lado y que busqué un taburete para sentarme. ¿Podía una cabeza estar hecha de pedazos de otras cabezas? ¿Era normal aquella lucha entre las ideas que reconocía como mías y las que no? ¿Podrían las ideas ajenas llevarme al crimen, al loquero, a la cárcel? Con el hijo de perra de Dedo enredándose en mis piernas, corrí al cuarto de baño y me lavé la cara con agua fría siete u ocho veces. Luego me senté sobre la taza del retrete y al mirarme en el espejo vi que tenía un amarillo de cojones. Y sin haberme fumado un peta.
14
Entonces sucedió una catástrofe, y es que Dedo la palmó, estiró la pata, se murió, caput. Aunque lo cuento de golpe, ocurrió a cachos. Ojalá le hubiera atropellado un coche (más de una vez estuve a punto de dejar que se metiera debajo de las ruedas del autobús). Pero el animal, que había venido al mundo para joderme, se murió a pedazos, veréis cómo. Un día, después de comer, me había quedado yo frito sobre el sofá, cuando me despertó un olor repugnante, como de bomba fétida, de pedo de momia, de eructo de cadáver. Abrí los ojos y lo primero que vi fue el morro del animal, a medio palmo de mi boca. Joder, cómo te canta el aliento, dije, y me puse de pie para respirar el aire de las alturas. Era la hora de recoger al hombre invisible del colegio, de modo que me puse la cazadora, cogí las llaves y me dirigí a la puerta. Para mi sorpresa, Dedo no me siguió dando saltos y poniéndome zancadillas, así que volví sobre mis pasos, para ver dónde coño estaba, y lo descubrí en el salón, en el sitio donde lo había dejado. Me miraba como si estuviera muy chungo y gemía, pero no como cuando le daba una patada para que se quitara de en medio, sino como cuando has agotado las lágrimas. No sabía yo que los perros os poníais tristes, le dije un poco mosqueado, y me abrí.
A la vuelta, Dedo había potado sobre la alfombra. El hombre invisible me miró como preguntando qué ocurría y yo levanté los hombros como diciendo paciencia hay que tener. Recogí el vómito, que olía a rayos, limpié la alfombra lo mejor que pude y abronqué a Dedo. Para potar, le grité, te vas al cuarto de baño, gilipollas. Así quedó la cosa. El hombre invisible hizo los deberes, luego llegó mi hermana, vimos un rato la tele en familia, pusimos la mesa, saqué la cena..., lo de todos los días en resumidas cuentas. Ni el hombre invisible ni yo comentamos lo del vómito. A todo esto, yo observaba a Dedo de reojo y lo notaba raro, raro, raro de cojones. Por la noche, cuando lo saqué a la calle, tuve que arrastrarlo para que caminara y no hizo nada. Luego se acercó a la comida, pero ni la probó. Mierda de perro, pensé mientras recogía la cocina. Me fui a la cama jodido, como si presintiera algo malo.
15
Habíamos acostumbrado a Dedo a dormir en la cocina, sobre una canasta con un almohadón. Aquella noche, cuando estaba todo el mundo dormido y yo con los ojos como platos, me pareció escuchar unos gemidos. Me levanté con cuidado, abrí la puerta, atravesé el pasillo, entré en la cocina, encendí la luz, y el perro dejó de gemir unos instantes. Pero ni movió el rabo ni leches. A ti te pasa algo, coño, le dije agachándome. El animal me miró como si acabaran de apalearlo y continuó gimiendo. Me senté en el suelo, lo cogí, lo coloqué entre mis piernas cruzadas y comencé a acariciarlo. En una de esas, al pasarle la mano por el vientre, me pareció que lo tenía hinchado. Además, dio un respingo, como si le doliera. Me cago en la hostia, dije, a ver si he empezado a envenenarlo sin darme cuenta, como esos psicópatas que tienen una personalidad que no conocen (aunque mi problema, tal como lo veía yo, no era el de la doble personalidad, sino el de la ausencia total de ella). Pero bueno, el caso es que como a veces sucede lo que imaginas (una vez, de pequeño, imaginé que se moría una vecina que me daba asco porque tenía bigote y se murió), corrí de nuevo al dormitorio, encendí la luz de la mesilla, abrí el cajón y busqué el frasco con las cápsulas que había rellenado de detergente. Volví a la cocina y las conté. Había seis, las mismas que yo había preparado. ¿O había preparado 10? Los síntomas de Dedo eran, por lo que yo había visto en Internet, los de un envenenamiento. Empecé a sudar de canguelo. Luego arrojé las cápsulas a la pila y abrí el grifo, para que se deshicieran. Tardaron un siglo en disolverse, tenía que haberlas tirado por el váter. Anda, que si aparece ahora mi hermana, pensaba yo mientras las aplastaba con un tenedor. Luego, lleno de culpa (y era una culpa mía, porque procedía del vientre) me llevé a Dedo a la cama y dejé que durmiera conmigo. Al día siguiente el hombre invisible nos miró al animal y a mí como si yo me hubiera vuelto loco, pero no dijo nada. Me pareció una mirada fría, impasible, indiferente, la mirada de un niño psicópata. A ver si va a ser este gilipollas el que se está cargando al perro, pensé.
16
Aquella mañana, cuando me quedé solo, Dedo empeoró. Se me muere, se me muere, gimoteaba yo yendo de un extremo a otro del pasillo, como un loco. Había probado a darle foie gras, que le molaba mazo, lo había acariciado, le había dado besos, le había pedido que no palmara, por favor, pero el animal me miraba como si se encontrara ya en otra dimensión. Y aunque tenía sus ojos pegados a los míos, su mirada estaba cada vez más lejos. Pensé en telefonear a mi hermana al curro, pero ella qué iba a hacer si desde que se había enamorado estaba en otra, si no se pispaba de nada de lo que ocurría en su propia casa. Pensé también en llamar a mi viejo, pero como que no me apeteció pedirle ayuda. Telefoneé entonces al veterinario que lo había vacunado y que estaba a dos calles de la nuestra, le conté los síntomas y me dijo que lo llevara a la consulta cagando leches. Tomé a Dedo en brazos y corrí como un loco. El veterinario colocó al animal sobre una mesa de acero con un agujero en el centro y le palpó el vientre centímetro a centímetro poniendo cada vez peor cara.
Luego se lo llevó a una habitación oscura que había al lado de donde atendía, para hacerle una radiografía. Dijo que tenía una oclusión estomacal. Se había tragado algo que le estaba jodiendo. Me preguntó desde cuando no hacía de vientre y le dije que no tenía ni idea, aunque sabía que llevaba varios días sin cagar. No se me había ocurrido darle importancia, pensé que era una cortesía del perro, ya ves tú, para que yo no tuviera que recoger sus mierdas. Si lo hubieras traído antes, dijo el veterinario, pero en el estado en el que está... Total, que lo operó a vida o muerte y se murió. En el estómago encontró uno de esos muñecos pequeños que se hinchan cuando los metes en el agua y con los que al hombre invisible le gustaba jugar en la bañera. Traían unas instrucciones en las que se advertía del peligro de tragárselos. El veterinario dijo que no me preocupara por el cadáver, que él se hacía cargo. Volví a casa como si me hubiera dejado la cabeza en alguna parte, entré en la cocina, saqué tres o cuatro cosas de la nevera y me puse a cocinar descabezado.
17
Mi hermana soltó unas lagrimitas de compromiso cuando supo lo del perro, pero era la primera que estaba hasta el coño del animal, que se había cargado a mordiscos las patas de una mesa que valía una pasta. Como el hombre invisible apenas se inmutó, me dio por pensar que quizá el responsable de que Dedo se tragara aquel muñequito asesino había sido él. Tal vez había matado al perro como yo a los peces, de tal palo tal astilla. Pero Dedo era un mamífero, coño, tenía cuatro patas, ladraba, jugaba, pedía las cosas, se comunicaba con nosotros� Total, que el único que sintió un poco (tampoco mucho, la verdad) la muerte del animal fui yo. Al faltar, me pispé de la compañía que me había hecho durante las horas que pasaba solo en casa. Hubo llamadas de mis viejos dándonos el pésame y aquella noche cenamos en silencio, con el runrún de la tele en plan hilo musical. Por cierto, que al dar la noticia en casa, y para proteger al hombre invisible (o para convertirme en su cómplice, vete a saber) dije que lo que el animal se había tragado (seguramente en la calle) era un corcho.
Eso es lo que dije, pero a mí no se me iba de la cabeza la idea de que quizá el crío había tenido los cojones de hacer lo que yo me había limitado a imaginar. Recordé entonces el día en el que había preparado las cápsulas con detergente, quedándome, como quien dice, en la frontera misma del crimen, a sus puertas. Y entonces tuve un ataque de clarividencia y comprendí que había estado loco sin darme cuenta de que estaba loco. Hoy, me dije, no lo habría hecho. ¿Pero qué coños había ocurrido para que entonces no me diera cuenta y hoy sí? ¿Ver muerto a Dedo, asistir a su agonía, llevarlo en brazos al veterinario?
Aquella noche me quedé solo en el salón, con la tele encendida, sin verla. Cuando me fui a la cama, a las tantas, el hombre invisible estaba despierto. ¿Estás despierto?, dije. Sí, dijo él entre hipidos. Lloraba, vete tú a saber si de culpa o de pena, o de las dos cosas. Me senté a su lado y le acaricié la cabeza, como en otro momento había acariciado la de Dedo, hasta que se quedó dormido. No le pregunté nada, prefería no saber.
18
La muerte de Dedo me rayó más y durante más tiempo de lo que había imaginado. A medida que pasaban los días, en vez de irse de mi cabeza, el animal okupaba en ella más espacio. Era la primera cosa, si podemos llamar cosa a un mamífero, a la que yo había cuidado. Le había dado de comer, lo había llevado al veterinario, lo había sacado a pasear, había recogido sus mierdas, limpiado sus vómitos... Y todo eso sin quererle, porque si dijera lo contrario mentiría. ¿Por qué entonces lo había hecho? Fue hacerme esta pregunta y aparecérseme mi viejo dentro de la cabeza, me cago en él, para darme una respuesta: Porque lo tenías que hacer, sentenció. Mi viejo me había dicho mil veces que la mitad de las cosas que se hacían en la vida no se hacían por gusto, sino para poderse uno mirar en el espejo. A mí lo de mirarme en el espejo me parecía una coña, pero el caso es que me levanté y me fui al cuarto de baño y estuve un rato aguantándome la mirada y al final me escupí y me fui al dormitorio y me metí en el sobre y me hice una paja. Fue una paja desesperada, una paja rabiosa, colérica, una paja que no estaba pensada para pasarlo bien, sino para sufrir. Una paja contra el mundo.
A todo esto, llegó junio y con él mi cumpleaños (19). Mi hermana me preparó una fiesta sorpresa a la que invitó al Risas y a cuatro o cinco colegas más del instituto. El recuerdo que yo tenía del instituto era el que se tiene de una vida anterior, o sea, que estaba a años luz de mis intereses. Fue penoso volver a ver a mis colegas, todos contentos con su vida, con su polla, con su universidad, con sus novias, pero aguanté la fiesta a pie firme, con el hombre invisible dándole a los canapés y pegado a mis piernas, como con miedo a que me volatilizara. Mis colegas le gastaron cuatro o cinco bromas con el asunto de la invisibilidad y él soltó tres o cuatro risitas de compromiso. Cuando se abrieron, fui al baño y lloré un poco, no sé por qué, porque no tenía ganas, supongo que por debilidad. Luego me lavé la cara y volví al salón, donde mi hermana y el hombre invisible me dieron su regalo. Era la matrícula para un curso de cocina, a realizar en julio. No dije nada, pero me moló. Mis viejos me felicitaron por teléfono.
19
Al poco de que dieran las vacaciones de verano al hombre invisible, apareció un día su viejo en casa para llevárselo a Barcelona, tal como había acordado con mi hermana. Estábamos el hombre invisible y yo solos (no quiero ni verlo, había dicho mi hermana) cuando sonó el timbre. Vete a abrir, que es tu viejo, dije al hombre invisible. Vete tú, dijo él, como si no le molara verlo, y se encerró en el cuarto de baño. Así que abrí la puerta, dije hola, el otro dijo hola, pasó al salón, preguntó por su hijo. Ahora viene, dije yo, está en el baño. Mientras el hombre invisible decidía si aparecía o no, su viejo me preguntó cómo iba todo y yo le dije que bien. Luego me dio las gracias por haber ayudado al hombre invisible con los deberes durante todo el curso y yo le dije que de nada. A continuación preguntó si teníamos preparada la maleta y respondí que estaba lista. Luego miramos al techo unos segundos al cabo de los cuales se aclaró la garganta y dijo que cómo estaba mi hermana. Le dije que bien, que tenía un novio. Un jefe de su empresa, añadí, se quieren casar. El tipo hizo un gesto de asentimiento algo forzado, o eso me pareció, y yo me asomé al pasillo y di un grito al hombre invisible.
El crío se manifestó a cámara lenta. Hola, dijo sin acercarse a su viejo. Había llorado, pero hicimos como que no nos dábamos cuenta. Su viejo se acercó y le besó de un modo repugnante, tan repugnante que el hombre invisible se separó y se pasó la mano por la mejilla. Pero hicimos también como que no nos habíamos pispado. Por aliviar un poco la tensión, enumeré las cosas que habíamos metido en la maleta e insistí, como una vieja, en que los primeros días de playa le pusiera crema de la máxima protección. Tiene la piel muy sensible, añadí sin creerme lo que estaba diciendo. Por fin, tras otra eternidad dedicada a preguntas y respuestas de orden práctico, el hombre invisible y su viejo se dirigieron a la puerta y yo les acompañé y pasé al crío la mano por la cabeza, a modo de despedida, y el crío me miró de un modo patético, de un modo que te rompía el alma, y cuando cerré la puerta me puse a llorar como cuando mataron a la madre de Bambi. Puta debilidad.
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Todo era decepcionante, todo estaba podrido, todos los bajos de las mesas tenían un moco, todos los platos de sopa un pelo. En julio fui con una ilusión acojonante al curso de cocina que mi hermana y el hombre invisible me habían regalado por mi cumpleaños y a los dos días estaba hasta los huevos. Era un sacadineros, una mierda, sabía yo más que los profes, que ponían sus manazas sobre los alimentos después de mear, sin habérselas lavado. Eso sí, nos dieron un gorro y un delantal a cada uno y el personal, una panda de oligos y de oligas, estaba encantado de disfrazarse. Te pones el uniforme de cocinero y ya eres cocinero; el de médico, y ya eres médico; el de ingeniero de minas, y ya eres ingeniero de minas... Estuve a punto de dejarlo al tercer día, pero me daba lástima por mi hermana, a quien le juré que estaba aprendiendo mucho.
Para compensar, por las tardes continuaba buscando recetas y verdaderos cursos de cocina en Internet. Me di cuenta de que si no cocinaba a diario, me volvía loco, así que empecé a congelar los platos que hacía, para cuando llegara el otoño. En pocos días llené el congelador de la nevera y sugerí a mi hermana que comprara uno industrial para continuar haciendo acopio. Mi hermana me miró y dijo que si me había dado un aire, que dónde lo íbamos a meter, y yo le dije que en el trastero. Teníamos en el garaje de la casa un trastero donde entraría perfectamente, ya me había encargado de medirlo. Vete tú a saber, le dije, si este invierno, con la epidemia de gripe, no se produce un desabastecimiento general. Aquello, mira por dónde, la convenció. Lo siguiente, dijo, es hacer un refugio nuclear. Así que compramos a plazos el arcón congelador y me puse a cocinar como un demente. Por las mañanas iba al curso de los cojones y por la tarde preparaba nuevos platos, cada uno más complicado que el anterior. Los metía en unos recipientes de plástico especiales que compré por cuatro duros en la tienda de los chinos y les ponía la fecha de envase y la de caducidad, pues me había convertido también en un profesional de la congelación. En caso de apuro, pensaba, podíamos dedicarnos a la venta de aquellas delicias.
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El hombre invisible me timbraba de vez en cuando al móvil. Soy yo, decía, y se quedaba callado como un muerto. ¿Qué tal con tu viejo?, le preguntaba yo. Bien, decía él, y se callaba de nuevo como un putas. A veces, créetelo, nos quedábamos uno o dos minutos en silencio, cada uno escuchando la respiración del otro. Al cabo decía: Tengo que colgar. Pues que te den, le contestaba yo, y volvía a mis cosas. Pero juro que, aunque intentaba olvidarlas, aquellas llamadas de ultratumba me rayaban. Una tarde, mientras bajaba un cargamento de platos al arcón congelador, me descubrí haciendo cálculos de los días que faltaban para que el hombre invisible regresara a casa (su viejo había quedado en devolvérnoslo a finales de julio). En cuatro días tenemos al enano en casa, dije a mi hermana una noche, mientras cenábamos. Entonces confesó que le había reservado plaza para el mes de agosto en un campamento, al lado de Bilbao, donde lo hacían todo en inglés, eso dijo. Como yo no dijera nada, aunque lo de estudiar inglés en Bilbao me pareciera alucinante, ella sintió la necesidad de justificarse. También yo tengo derecho a unas vacaciones, dijo, o se dijo, en un tono que daba pena oír. En resumen, que había decidido irse con su novio a Punta Cana (es así de hortera la pobre). Yo seguí a lo mío, dándome cuenta de que mi silencio aumentaba su culpa, y entonces intentó cargarme el muerto. Si hubieras aceptado, dijo, irte con papá y mamá a la playa, el crío se podía haber ido con vosotros. Pero a papá y a mamá solos no se lo dejo, da mucho trabajo. El hombre invisible no daba ningún trabajo, era como un mueble el pobre, si lo sabría yo, pero no dije ni mu y ella continuó justificándose. Todo el año trabajando como una negra, decía, ¿y no voy a tener derecho a unas vacaciones que sean mías y nada más que mías? Me levanté, cogí mi plato y el suyo, los llevé a la cocina, y los metí en el lavavajillas. Enseguida sonó el timbre de la puerta y era su novio, un buen tipo por otra parte, o sea, un gilipollas, que venía a ver la tele en familia. Me despedí y me largué al dormitorio, donde estuve buscando en Internet nuevas técnicas de congelación de alimentos.
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Así que llegó agosto, el mes en curso, el de ahora mismo, éste. El hombre invisible hizo transbordo en Madrid antes de ser facturado a Bilbao, pero yo preferí no verlo. Me inventé algo para no estar en casa, de modo que mi hermana se comió el marrón sola, entre otras cosas porque era un marrón suyo, a mí que me registren. Los del curso de cocina, mira por dónde, me ofrecieron un curro como pinche de un restaurante de mierda y les dije que sí. Me pagaban una miseria y sabía yo más que la cocinera, pero de lo que se trataba era de estar ocupado hasta septiembre, luego ya veríamos. De vez en cuando miraba el móvil, por si tenía alguna llamada perdida del hombre invisible, que estaba en Bilbao, el pobre, o de mi hermana, que estaba en Punta Cana, la muy hortera, o de mis viejos, que se habían ido a la playa, como siempre en agosto. Pero el teléfono se había quedado mudo. A veces me telefoneaba yo desde un fijo para asegurarme de que no estaba roto. El que estaba roto era yo. Un tío roto apesta. Se apartan de él como de un leproso.
Mis viejos me habían encargado que fuera por su casa de vez en cuando para recoger las cartas y regar las plantas. El primer día, al abrir la puerta y sentir aquel tufo familiar, aquel tufo a mí mismo, por poco me desmayo. Recorrí el piso como lo que yo era allí y en aquel momento, o sea, como un fantasma, y al llegar a mi habitación, descubrí que ya no era mi habitación. Mi viejo la había convertido en su despacho de escritor. Comprendí entonces que ya nunca podría volver a aquella casa, pero que tampoco podría quedarme eternamente en la de mi hermana. La revelación me acojonó y me dio rabia, o me dio rabia y me acojonó, no recuerdo qué sucedió antes y qué después. Entonces, di una patada a la puerta del dormitorio de mis viejos, me arrojé sobre su cama y me hice allí mismo una paja desesperada, una paja mortífera, insalubre, triste, perniciosa, pestífera, me hice una paja contra mis viejos, contra mi hermana, contra el hombre invisible, una paja contra las tías, contra el planeta, contra todas las constelaciones, contra Dios. Luego me limpié y regué las plantas.
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Y ayer mismo acababa yo de volver del curro, cuando suena el móvil, no me lo podía creer, Dios existe, me dije. Diga, digo. Soy yo, dice el hombre invisible al otro lado. No me había timbrado desde que lo facturaron a Bilbao, como si estuviera mosqueado conmigo. ¿Qué pasa?, digo. Que me vengas a buscar, que no estoy bien aquí, dice él. ¿Que te vaya a buscar yo?, digo yo. Sí, que no estoy bien aquí, repite él. Me quedo callado unos segundos, como intentando entender la situación, que es de locos, cuando va el tío y dice que tiene que colgar. Pues que te den, digo, y me meto en la ducha, porque me cantan los sobacos cantidad, la cocina del restaurante es una sauna. Y mientras me ducho resuena dentro de mi cabeza una y otra vez, como un eco procedente del más allá, la voz del hombre invisible: Que me vengas a buscar, que no estoy bien aquí, que me vengas a buscar, que no estoy bien aquí, que me vengas a buscar, que no estoy bien aquí... Tampoco yo estoy bien aquí (en este mundo, quiero decir), y me jodo, coño, qué le vamos a hacer. Salí de la ducha, encendí la tele y la puse a tope, pero la voz fantasma gritaba más. Que me vengas a buscar...
Total que en una de ésas, mis manos, obedeciendo unas órdenes que no eran mías (aunque tampoco de otro, cágate), cogen el móvil y timbran a mi hermana a Punta Cana sin importarles siquiera la hora que es allí. Que llames al campamento de Bilbao, le digo, autorizándome a recoger al hombre invisible. Y eso por qué, dice ella. Pues porque está jodido, digo yo. Hay un silencio, luego unos cuchicheos, como si consultara con su novio (están en la cama, fijo). No te preocupes, dice al fin, cosas de críos, ya hablo yo con él para tranquilizarle. No te he dicho que hables con él, te he dicho que hables con el director, digo yo, anunciándole que mañana mismo voy a recogerlo (me oigo y no me lo creo). Déjate de tonterías, dice ella. Mañana, repito, voy a por él, o me lo dan por las buenas o lo rapto. Y cuelgo y voy al ordenata y busco el modo de llegar a Bilbao y hay un autobús que sale esa madrugada. Y me pongo el despertador y me meto en el sobre y suena mi móvil varias veces, pero veo en la pantalla que es mi hermana y no lo cojo.
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El día siguiente, o sea, ayer mismo, llego al campamento de Bilbao dispuesto a todo, como si yo fuera un tipo decidido, con ideas propias, con personalidad, llego, digo, dispuesto a merendarme al director y a su puta madre (si fuera preciso) para rescatar al hombre invisible y me lo encuentro al lado de la maleta, esperándome, o sea, que mi hermana, cágate lorito, me había hecho caso. Y el director del campamento, que está allí mismo, me lo entrega como el que se desprende de una verruga, de un tumor, de un moco. Cabrón, digo para mis adentros, mientras tomo de la mano al hombre invisible y me lo llevo al taxi. Gracias, me dice el hombre invisible. De nada, le digo yo, y enfilamos hacia la estación de autobuses. De vuelta a Madrid, le pregunto qué coño ha ocurrido y dice que no se encontraba bien allí. Ya sé que no te encontrabas bien allí, gilipollas, te estoy preguntando por qué no te encontrabas bien. Pues porque no me encontraba bien, insiste él. Me mata, este crío me mata, eso es lo que pienso, pero al mismo tiempo pienso que está hecho polvo, que está peor que yo, pues mal que bien voy saliendo adelante, si a esto mío se le puede llamar salir adelante. A lo mejor estoy saliendo hacia atrás, o sea, de nalgas o de culo, voy de culo, pero voy. Entonces suena el móvil y es el dueño del restaurante, que por qué no he ido. Por una desgracia familiar, digo. Me conozco lo de las desgracias familiares, dice el tipo, o estás aquí en media hora o te doy el finiquito. Le digo que me dé el finiquito, total tenía un contrato de 30 días y están a punto de expirar. Por un momento me siento lleno de ideas propias, por una vez en mi puta vida soy yo. Entonces suena otra vez el móvil y es mi hermana. Que si he recogido al crío. Que sí, que lo tengo a mi lado. Que ya hablaremos, dice ella. Que cuando quieras, digo yo, y de lo que te dé la gana. Que le pase a su hijo. Le paso el teléfono al hombre invisible. Es tu madre, le digo, y pone cara de duda (o de asco, no sé), pero coge el teléfono y le oigo pronunciar una vez más la frase mágica: Porque no estaba bien allí. Qué riqueza de exposición, qué despliegue argumental, qué pico de oro, puto hombre invisible.
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Total, que llegamos a casa y nos quedamos mirándonos en medio del salón. ¿Tienes hambre?, pregunto. No sé, dice él. Le digo que mueva el culo y que deshaga la maleta mientras preparo algo de comer y se abre en dirección al dormitorio. Luego, mientras comemos frente a la tele encendida, para no hablar, va el tío y habla, como si desconociera la verdadera utilidad de los electrodomésticos. ¿Sabes por qué puse Dedo al perro?, dice. ¿Por qué?, pregunto mosqueado, con un ojo en la pantalla, como si me interesara la mierda que ponen. Porque me recordó, dice él, a un compañero de colegio que se pilló un dedo con una puerta de hierro en el recreo. ¿Y?, digo yo. Pues que se quedó sin dedo, dice él. Me callo, acojonado, y pasan unos segundos. En realidad, más que pasar, los segundos se derriten como un trozo de plástico bajo la llama de un mechero. Son segundos que queman, así que para no abrasarme pregunto si él tuvo algo que ver en el accidente. Yo andaba cerca, dice. ¿Qué quiere decir que tú andabas cerca, imbécil?, digo yo. Que estaba por allí, insiste él. ¿Y quién era ese compañero?, digo yo. Un gilipollas, dice él.
Por un lado me dan ganas de seguir investigando, pero por otro me arrugo y cambio de conversación como el que cambia de canal. En todo caso, antes de que nos vayamos a la cama escondo los cuchillos de cocina en lo alto de un armario, donde calculo que el hombre invisible no llega ni subiéndose a una silla. Y cuando estoy en plena faena, sin haberle oído llegar, le escucho decir a mi espalda que qué hago. Casi me mata del susto. Estoy recogiendo los cuchillos, digo. ¿Pero por qué los pones tan arriba?, pregunta. Porque me sale de los cojones, contesto, y vámonos a dormir que estoy hecho polvo con tanto viaje y tanta mierda. Es tumbarme y dormirme, pero sueño que el hombre invisible se levanta de su cama, se coloca junto a la cabecera de la mía y me mira, sin hacer nada, sin decir nada, con una neutralidad acojonante. Me despierto angustiado, abro los ojos y lo veo allí, en medio de la oscuridad, de pie. Está en camiseta y calzoncillos, y me observa en silencio. ¿Qué haces?, digo cagado de miedo. Nada, dice él, qué quieres que haga.
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Osea, que el hombre invisible está como una chota. Loco, grillado, de psiquiatra. Le pasa algo mental. Entonces hago cálculos y mi hermana no vuelve de Punta Cana hasta dentro de cinco o seis días. Mis viejos, por su parte, siguen en la playa. No conozco a nadie a quien colocárselo y me da un mal rollo de la hostia la idea de pasar la última semana de agosto (que no de vacaciones) con un crío psicópata. Lo mismo que le ha arrancado un dedo a un colega (que creo que sí), y que se ha cargado a un perro (que creo que también), acaba conmigo.
Estoy dándole vueltas a todo esto mientras preparo el desayuno, cuando suena el teléfono. Es mi vieja, desde la playa, que parece que me ha leído el pensamiento. Sabe que el crío y yo estamos solos en Madrid y dice que por qué no vamos a pasar con ellos estos días últimos de agosto. Total, añade, cogéis un coche de línea y en menos de cuatro horas os plantáis aquí, luego podemos volver todos juntos a Madrid. Yo veo el cielo abierto, pero al mismo tiempo de ver el cielo abierto, observo al hombre invisible, que está sentado a la mesa, todavía en calzoncillos y camiseta, golpeando la taza con la cuchara, al ritmo de una música que sólo escucha él, y juro que a la luz del día me parece completamente inofensivo y que me da una pena de la hostia. Además, no me veo en la casa de mis viejos, no todavía, quizá ya nunca. Y la idea de encontrarme en el pueblo con la gente de la peña me hace vomitar. Le digo a la vieja que gracias, pero que no, que nos da pereza. Creo que ella respira con alivio y me recomienda que vayamos a la piscina y todo eso.
Mientras desayunamos, el hombre invisible dice que cuando cierra los ojos le cabe todo dentro de la cabeza. ¿Cómo que te cabe todo?, digo yo. Pues que puedo ver el cuarto de baño y también la nevera y el cajón de los cubiertos y la jarra de agua... Ciérralos y verás, me dice. Los cierro y digo lo que veo yo. Veo jais desnudas (risas), y a un profesor de literatura, y ahora se me aparece una chica vestida (una compañera del instituto que me molaba cantidad). También veo los peces de mi infancia y veo a Dedo, pero lo de los peces y lo de Dedo me lo callo.
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Esos dos gilipollas que atraviesan las calles con una mochila a la espalda somos el hombre invisible y yo. Yo soy el más alto, claro, y el más gilipollas, de otro modo no se me habría ocurrido sacar al crío de su campamento de Bilbao, adonde lo había enviado la hortera de su vieja para aprender inglés (inglés en Bilbao, tócate los cojones). Esos dos gilipollas se dirigen a una piscina municipal que queda a seis o siete calles no porque les gusten las piscinas, las odian, sino porque hay que matar las horas y los días que quedan para que se restablezca la normalidad. No se ven con fuerzas para permanecer sentados los dos solos frente a frente o frente a la tele, que viene a ser lo mismo, durante todo el día.
Una vez en la piscina, se instalan en el césped, envidiando la felicidad de los otros. Los ojos del más gilipollas de los dos, o sea, los míos, se van detrás de todas las tetas, incluidas las de las tías mayores, porque este gilipollas está más salido que una mona. Entonces va el gilipollas pequeño y me pregunta que por qué no salgo con chicas. Me pienso un poco la respuesta y, vete tú a saber por qué, le digo que porque tengo problemas de relación. Ya sabes, dice él entonces, que hay tíos a los que no les gustan las tías y no pasa nada. No es mi caso, imbécil, le respondo, y nos quedamos callados, rodeados de toda aquella gente feliz, hasta que el hombre invisible ataca de nuevo. Dice ahora que él de mayor va a tener también problemas de relación con las tías porque los dos somos iguales. Y al decirlo se pone rojo, como si hubiera hecho una declaración de amor el muy marica. Yo me callo por no mandarle a la mierda y él dice ahora que cuando yo sea cocinero y tenga un restaurante propio le gustaría trabajar para mí. Me está pidiendo curro el pobre. Le digo que quién le ha dicho que voy a ser cocinero y dice que su vieja. ¿No es verdad?, pregunta angustiado. Entonces sale de mi boca una frase que, lo juro, no he construido yo, o sea, una frase okupa: A lo mejor, digo, quiero ser escritor. Pero también puedes tener un restaurante, dice el hombre invisible. Ya veremos, digo yo, y me voy a mear porque la frase que ha salido de mi boca, créetelo, me ha trastornado.
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Esos dos gilipollas que veis ahora en la cocina de la casa de mi hermana somos el hombre invisible y yo. Hemos decidido no volver a la piscina, porque nos da asco la gente. En realidad nos da miedo, pero preferimos decir que nos da asco porque el asco es menos humillante que el miedo. Resulta que le he enseñado al hombre invisible el arcón congelador que guardo en el trastero del garaje, con todos sus tesoros gastronómicos, y se ha quedado nota. Quiere que sigamos cocinando y congelando hasta llenarlo para cuando venga la gripe y las personas caigan como chinches y se produzca un desabastecimiento general que a nosotros nos la traerá floja. De paso, dice, me vas enseñando a hacer cosas para cuando tengamos un restaurante. No tengo palabras. Total que hemos ido al mercado, hemos comprado un kilo de bonito, que estaba bien de precio, y hemos vuelto con él a casa. Lo primero, he dicho al hombre invisible, es lavarse las manos, y nos hemos lavado las manos con Fairy, los dos al mismo tiempo, en la pila de la cocina. Lo segundo, he dicho, colocar sobre la mesa todo lo que vamos a necesitar, en este caso, además del bonito, una cebolla, un par de huevos, un pimiento verde, una taza de pan rallado, una de harina, ajo, perejil, sal, vino blanco... Lo tercero, picar bien el bonito con este cuchillo especial (he vuelto a colocar los cuchillos donde estaban, no porque el hombre invisible haya dejado de producirme miedo, sino porque quiero darle una oportunidad, como suena).
Cuando voy por lo cuarto, dice el hombre invisible que por qué no me gusta el pescado y yo le digo que no me gusta comerlo, pero sí cocinarlo. Entonces dice él que por qué no me gusta comerlo y yo le digo que porque de pequeño me regalaron unos peces que se me murieron. ¿Cómo Dedo?, insiste él, y yo me quedo mirándolo mosqueado. ¿Por qué sacas el tema de Dedo?, le pregunto. No lo sé, dice él. Pues sí, le digo, se murieron como Dedo, pero pon atención a lo que haces. Lo que hace es pelar la cebolla. Le he dado un cuchillo que no corta, por si acaso, y la está destrozando, así que al poco nos ponemos a llorar por el jugo. Eso es lo que nos gustaría, llorar por el puto jugo de la puta cebolla.
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Esos dos gilipollas que veis por la calle, el uno con una pecera redonda entre los brazos y el otro con una bolsa de plástico llena de agua, y con dos peces de colores dentro, somos el hombre invisible y yo. Resulta que ayer por la noche, cuando estamos terminando de cenar, va el crío y dice que por qué no nos compramos un perro. Nos vendrá bien, dice, tener un perro si nos ataca la gripe. ¿Para comérnoslo?, digo yo. Para que nos haga recados, dice él, podemos enseñarle. Le digo que me olvide, que estoy viendo un anuncio, y se calla. Luego, en la cama, vuelve con el tema y yo vuelvo a decirle que me olvide. Pero al día siguiente, o sea, hoy, da la puta casualidad de que vamos a un cine del centro y nos ocurren dos cosas que en principio no tienen que ver, pero que al pasar una después de la otra se quedan misteriosamente asociadas. La primera es que estamos en el autobús, sentados el uno al lado del otro, cuando el hombre invisible me da con el codo y me señala a un tipo que va por la calle comiéndose a una jai. El tío es su viejo, que está en Madrid evidentemente, y ni ha llamado ni cristo que lo fundó. La segunda es que al salir del cine (una película de mierda, por cierto) pasamos casualmente por delante de una tienda de animales y nos quedamos mirando el escaparate, donde juegan un par de gatos como un par de gilipollas. Cuando llevamos un rato observándolos, el hombre invisible me mira desde las profundidades con la misma cara de confusión con la que me miraba Dedo cuando no sabía si le estaba jaleando o abroncando. ¿Qué pasa?, digo. Y él dice que por qué no compramos un perro. Yo me quedo pensando unos instantes y le digo que porque no sabemos cuidar a los perros, como ha quedado demostrado. Entonces él dice que si no lo intentamos no aprenderemos a cuidarlos nunca y yo le digo que es mejor empezar por aprender a cuidar un pez. A él le parece bien y entramos en la tienda y compramos una pareja de peces de colores, que es la que lleva el gilipollas del hombre invisible en la bolsa de plástico, mientras que el otro gilipollas, yo, sostiene la pecera. Creo que los dos estamos acojonados, pero a la vez felices de tener algo que cuidar, tócate los huevos.
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Total, que tenemos dos peces de colores en una pecera de agua limpia, sobre la mesita baja del salón. Vienen con instrucciones, como los que me cargué de pequeño. Conviene darles de comer lo justo y hay que echar en el agua unas gotas de anticloro, aunque si llenas una olla, el cloro se evapora en unas horas. El folleto no dice nada del agua mineral sin gas (ni con gas). Hipnotiza moderadamente verlos ir de un sitio a otro. El hombre invisible dice que elija uno y digo: Éste. Pues ése eres tú, dice el crío, y yo soy este otro. Una mierda, digo, yo no soy ningún pez, y el hombre invisible se echa a reír al ver mi rostro pálido. Y es que me da mal rollo la idea de que mi vida quede ligada a la de ese pez. Para terminar de cagarla, va el hombre invisible y dice con su cara de psicópata: A ver cuál de los dos se muere antes. Te vas a morir antes tú de la ostia que te voy a dar, gilipollas.
Aunque no dejamos de cocinar como locos para ocupar el tiempo y para tener lleno el arcón congelador antes de que se produzca el desabastecimiento, el hombre invisible comprueba de vez en cuando si los peces están bien. Y no sólo si están bien, pues ya no se conforma con eso, sino si están contentos. Están contentos, dice, y es como si estuviéramos contentos nosotros. Mientras doy vueltas a una bola de carne picada entre las manos, pienso que el hombre invisible y yo vivimos también dentro de una pecera desde la que observamos el mundo, y desde la que somos observados por él. ¿Qué coño nos pasa? ¿Por qué nos ha tocado a nosotros, y no a los demás, ser unos putos peces?
Por la noche, serán las cuatro o las cinco de la madrugada, me despierto y abro los ojos, y me quedo mirando las sombras que hacen sobre el techo las ramas de un árbol de la calle. Luego me levanto sin hacer ruido y voy al salón y me pongo de rodillas delante de la pecera, y es como si tuviera otra vez ocho o nueve años y aquellos fueran los peces de mi infancia y entonces uno de ellos -precisamente el mío- se pone a cagar y atraviesa el recipiente de un lado a otro con ese hilillo negro colgándole del vientre, y aunque no me hace mucha gracia, pienso que tampoco es para matarlo.
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Como vuelve la hortera de mi hermana de Punta Cana, le pregunto al hombre invisible si quiere que vayamos a buscarla al aeropuerto y dice que bueno, que sí, pero después de cambiarle el agua a los peces y limpiar la pecera, una operación un poco cargante que no viene a cuento detallar. El hombre invisible está raro -más de lo habitual, quiero decir- y cuando le pregunto qué coño le pasa dice que nada. Pues cambia esa cara de idiota que tu vieja se va a creer que te he hecho algo. Es que no quiero ir al cole, dice, prefiero quedarme en casa contigo, ya ves que ayudo bastante bien. Me revienta hacer apología del puto colegio, pero no es cosa de darle la razón, de modo que trato de animarle. Son unas horas al día nada más, mientras tú estés fuera yo me ocuparé de los peces; además, cuando la gripe se extienda tendrán que cerrarlo. ¿Sí?, dice él. Pues claro, digo yo, ya ha ocurrido en otros países, ¿o es que no ves la tele?
Lo de la gripe parece animarle, así que llega con otra cara al aeropuerto, donde nos enteramos de que el puto avión tiene dos horas de retraso, lo que parece animarle también, jodido crío. Después de ir de acá para allá, curioseando por las tiendas y observando a la gente que vuelve y a la que se va, toda más feliz que la hostia, le invito a una coca-cola y me vuelve a hablar de la gripe (que sí, coño, que cierran el colegio, fijo), y de los peces, y de la comida congelada, y de cuando lo rescaté del campamento, y de cuando le enseñé a limpiar los azulejos del cuarto de baño, y a quitar el polvo de las estanterías, y la grasa de las sartenes... Lo tiene todo grabado aquí, en el culo, se acuerda de cada uno de mis movimientos, de cada una de mis frases, da miedo escucharle. Y mientras le escucho, miro los culos de las tías, jugando a distinguir las bragas de los tangas (ganan los tangas), y comprendo que somos, en efecto, dos peces abandonados sobre una mesa de café. Si estuviera solo ahora, me haría una paja triste (como si las hubiera alegres). Entonces va el hombre invisible y dice: Es que yo sólo estoy bien contigo. Y yo le miro con cara de espanto y le paso la mano por la cabeza, como a un perro, al tiempo que le digo: Pero qué gilipollas eres. ¿Parezco o no parezco un puto viejo?